CEJC

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Juan Pablo II - Discurso a los Rabinos Jefes de Israel 16 enero 2004

DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

a JONA METZGHER Y SLOMO AMAR, Rabinos Jefes de Israel

y a Oded Wiener, Director General del Consejo de Rabinos

Vaticano, 16 de enero de 2004

 

A lo largo de mis veinticinco años de pontificado me he esforzado por promover el diálogo entre católicos y judíos y fomentar aún más la comprensión, el respeto y la cooperación entre nosotros. Uno de los hitos de mi pontificado será siempre mi peregrinación jubilar a Tierra Santa, que comprendio momentos intensos de recuerdo, reflexión y oración en el Memorial del Holocausto, Yad Vashem y el Muro de las Lametaciones.

El diálogo oficial establecido entre la Iglesia Católica y el Consejo Superior de Rabinos de Israel, es un signo de gran esperanza. No debemos ahorrar esfuerzos a la hora de trabajar juntos para construir un mundo de justicia, paz y reconciliación para todos los pueblos. ¡Que la Divina Providencia bendiga nuestra tarea y la corone con éxito!

 

Juan Pablo II - Discurso al Rabino Jefe de Roma 13 febrero 2003

DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II AL

RABINO JEFE DE ROMA DR. RICARDO DI SEGNI

Vaticano, 13 de febrero de 2003

¡Estimado rabino jefe de Roma y queridos hermanos en la fe de Abraham!

1. Celebro encontrarle, estimado doctor Riccardo Di Segni, tras su elección como rabino jefe de Roma, y le saludo cordialmente junto a los representantes que le acompañan. Renuevo mi felicitación por el importante cargo que le ha sido confiado a la vez que me es grato, en esta significativa circunstancia, recordar con profunda estima a su ilustre predecesor, el profesor Elio Toaff.

La visita de hoy me permite subrayar el vivo deseo que alimenta la Iglesia católica de hacer más profundos los vínculos de amistad y de recíproca colaboración con la Comunidad judía. Aquí, en Roma, la Sinagoga, símbolo de la fe de los Hijos de Abraham, está muy cerca de la Basílica de San Pedro, centro de la Iglesia, y estoy agradecido a Dios porque me concedió, el 13 de abril de 1986, recorrer el breve trecho que separa estos dos templos. Aquella histórica e inolvidable visita constituyó un don del Omnipotente y representa una etapa importante en el camino del entendimiento entre los judíos y los católicos. Deseo que la memoria de aquel evento continúe ejerciendo una influencia beneficiosa, y que el camino de recíproca confianza hasta ahora recorrido incremente las relaciones entre la Comunidad católica y la Comunidad judía de Roma, que es la más antigua de Europa occidental.

2. Es necesario reconocer que en el pasado nuestras dos Comunidades han vivido codo a codo, escribiendo a veces «una historia atormentada», no exenta en algunos casos de hostilidades y desconfianzas. El documento Nostra Aetate del Concilio Vaticano II, la gradual aplicación del escrito conciliar, los gestos de amistad realizados por los unos y los otros, han contribuido sin embargo en estos años a orientar nuestras relaciones hacia una comprensión recíproca cada vez mayor. Deseo que este esfuerzo prosiga, caracterizado por iniciativas de provechosa colaboración en el terreno social, cultural y tecnológico, y que crezca la conciencia de los vínculos espirituales que nos unen.

3. Estos días resuenan en el mundo peligrosos clamores de guerra. Nosotros, judíos y católicos, advertimos la urgente misión de implorar de Dios Creador y Eterno la paz, y de ser nosotros mismos agentes de paz.

¡Shalom! Esta bella expresión, muy querida entre vosotros, significa salvación, felicidad, armonía, y subraya que la paz es don de Dios; don frágil, puesto en manos de los hombres, y que hay que proteger gracias también al empeño de nuestras Comunidades.

Que Dios nos haga constructores de paz, en la conciencia de que cuando el hombre trabaja por la paz, es capaz de mejorar el mundo.

¡Shalom! Este es mi cordial deseo para usted y para toda la Comunidad judía de Roma. Que Dios, en su bondad, nos proteja y bendiga a cada uno. Que bendiga en especial a todos los que trazan un camino de amistad y de paz entre los hombres de toda raza y cultura.

Juan Pablo II - Encuentro Rabino Lau 1993

ENCUENTRO DEL PAPA Y EL RABINO LAU

Octubre 1993

...”Superadas tantas y graves incomprensiones históricas, veo más cercano el momento de mi visita a Tierra Santa. Es profundo mi deseo de que los responsables de los creyentes, de los peregrinos a la Ciudad Santa de Jerusalén, puedan invocar contemporáneamente al Dios de la misericordia pidiendo el don de la paz, de la comprensión y de la colaboración entre todos los creyentes de aquella región y del mundo... Espero que la Providencia me conceda un día poder peregrinar de nuevo a Tierra Santa”.

Juan Pablo II - Discurso Comunidad Judía de Alsacia 1988

DISCURSO DEL PAPA A LA COMUNIDAD JUDÍA DE ALSACIA

 

Noviembre 1988

 

Gran Rabino, Señor Presidente del Consistorio Israelita del Bajo Rin, Señor Presidente de la Comunidad Israelita de Estrasburgo, Señores:

 

Vuestro cordial saludo y reflexión espiritual sobre el sentido de la historia que acabáis de proponerme, no pueden sino inspirarme a su vez deseos de paz y de prosperidad para vosotros y para toda la Comunidad Israelita.

 

Al daros las gracias por tantos gestos de atención, quisiera prolongar estas reflexiones tomando como punto de partida el versículo bíblico del Profeta Malaquías que aparece grabado en vuestra bella Sinagoga de la Paz, y que habéis deseado inscribir en el corazón de vuestra dirección: Ha-lo ‘av Èhad le-Kullanu” (Mal. 2:10). ¿No tenemos todos nosotros más que un sólo Padre? Este es el mensaje de fe y de verdad del que sois portadores y testigos a través de la historia a la luz de la Palabra y de la Alianza de Dios con Abraham, Isaac, Jacob y toda su descendencia. Un testimonio que ha llegado hasta el martirio y que ha sobrevivido a las largas tinieblas de la incomprensión y del abismo de la Shoah”.

 

Tras el Concilio Ecuménico Vaticano II, gracias también a la obra de la Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo, y del Comité Internacional de Relaciones entre Católicos y Judíos, se han continuado -y continúan siempre- ensanchándose los fundamentos, ya sólidos de nuestras relaciones fraternas y de ello se desprenden conclusiones en el campo de la colaboración a todos los niveles. Es sobre todo en estas instituciones, donde doy ánimos al diálogo judeo-cristiano y me uno con vosotros en los avances logrados gracias a vuestra participación en esta tarea, con una estima recíproca alimentada en un clima de oración, de disponibilidad en la escucha y en la obediencia a la Palabra de Dios, que nos llama al amor y al perdón.

 

Si por medio de mi voz, la Iglesia Católica, fiel a lo declarado por el Concilio Ecuménico Vaticano II, reconoce el valor del testimonio religioso de vuestro pueblo, elegido por Dios, como lo escribe San Pablo: “En cuanto a la elección, son amados, en atención a sus padres”. (Rom 11:28-29). Se trata de una elección, como acabáis de decir, con miras a la Santificación del Nombre, la expresáis en vuestra cotidiana oración del Qaddish: “Sea engrandecido y santificado tu gran Nombre”. También la proclamáis con las palabras de Isaías: “¡Santo, Santo, Santo es el Señor Dios Todopoderoso, su gloria llena toda la tierra!” (Is. 6:3). En las oraciones de alegría o de penitencia, que caracterizan las fiestas de Rosh ha-Shanah, Kippur y Sukkot, que hace unos días habéis celebrado, suplicáis y aclamáis al Eterno: “¡Padre nuestro, Rey nuestro, perdónanos nuestros pecados!, ¡Hoshaná! ¡Sálvanos!”.

 

Todas las Santas Escrituras, a las que vosotros veneráis con una devoción profunda como fuente de vida, celebran el Buen Nombre de Dios, el Padre, la Roca que ha engendrado Yeshouroun, “el Dios que te ha puesto en el mundo”, como dice Moisés en su cántico: “Sí, me convierto en un padre para Israel” dice el Señor mediante el oráculo de Jeremías, que todavía añade: “Efraín es mi hijo mayor” (Jer 31:9) y el mismo Isaías vuelve hacía El diciendo: “¡Señor, nuestro Padre, eres Tú!” (Is 64:7). Los salmos celebran su nombre: “¡Padre mío y Dios mío, la roca que me salva!” (Sal 89:27). En su misericordia también nos ha revelado su nombre que recuerda su amor maternal, sus entrañas de madre que ha dado a luz un hijo: “El Señor pasó delante de Moisés y proclamó: ¡El Señor, el Señor, Dios bondadoso y misericordioso!” (Ex 34:6).”

 

Es pues, en vuestra oración, en vuestra historia y en vuestra experiencia de fe, donde continuáis afirmando la unidad fundamental de Dios, su paternidad y su misericordia hacia todo hombre y mujer, el misterio de su plan de salvación universal y las consecuencias derivadas del mismo, según los principios enunciados por los profetas, en el compromiso de la justicia, la paz y los demás valores éticos.

 

Con el mayor respeto hacia vuestra identidad religiosa judía, quisiera también subrayar que para nosotros, cristianos, la Iglesia, Pueblo de Dios y Cuerpo Místico de Cristo, está llamada a lo largo de su camino en la historia a proclamar a todos la Buena Nueva de la salvación en el consuelo del Espíritu Santo. Según la enseñanza del Concilio Vaticano II, la Iglesia podrá comprender mejor su vínculo con vosotros, ciertamente gracias al diálogo fraterno, pero también a meditar sobre su propio misterio (Nostra Aetate, 4) pues este misterio radica en la persona de Jesucristo, judío, crucificado y glorificado. En su carta a los Efesios, San Pablo escribía: “Este misterio, Dios no lo dio a conocer a los hombres en las generaciones pasadas, como ha sido ahora revelado a sus Santos Apóstoles y profetas: que los gentiles sois coherederos, miembros del mismo Cuerpo, partícipes de la misma promesa en Jesucristo por medio del Evangelio” (Ef 3: 5-6). Anteriormente el apóstol, dirigiéndose a “todos los amados de Dios que están en Roma” (Rom 1:7), había dicho: “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, son Hijos de Dios: No recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor, sino un Espíritu que os hace hijos adoptivos y por el que gritamos: ¡Abba Padre!” (Rom 8:15). Por esto nosotros también reconocemos y celebramos la gloria de Dios, Padre y Señor de los que le adoran en espíritu y en verdad.

 

La civilización europea conserva así sus profundas raíces cerca de esta fuente de agua viva que son las Sagradas Escrituras: el Dios único se ha revelado como nuestro Padre y nos exhorta mediante sus mandamientos a responderle con amor, en la libertad. En el alba de un nuevo milenio, la Iglesia, al anunciar a Europa el Evangelio de Jesucristo, descubre con gozo y cada vez mejor, los valores comunes, bien sean cristianos o judíos gracias a los que nos reconocemos hermanos y a los que se refiere la historia, la lengua, el arte y la cultura de los pueblos y naciones de este continente.

 

¿Dónde podríamos situar nuestra esperanza, para compartirla con todos los que tienen sed de un consuelo fraterno, de un mensaje de vida, de una solidaridad duradera y sincera? ¿Qué es lo que podríamos anunciar juntos para ofrecer nuestro servicio espiritual a Europa, rica en tantos recursos y al mismo tiempo interrogada por la pregunta del sentido de todo esto, en el contexto del desarrollo mundial? Permitidme que os proponga aquí tres consideraciones:

 

- que los pueblos europeos no olviden que nuestro origen viene de un Padre común y que es de esta fuente de dónde nos viene el deber de una responsabilidad recíproca y fraterna, que con la misma profundidad debe extenderse a cada persona, imagen de Dios, y a cada uno de los pueblos del mundo;

 

- que nosotros, los cristianos tomemos cada vez más conciencia de la particular tarea que hemos de realizar en cooperación con los judíos en virtud de la común herencia, que nos empuja a promover la justicia y la paz, oponiéndonos a toda discriminación, y a vivir según las exigencias de los mandamientos, fieles a la voz de Dios en el respeto a toda criatura. Deseo que a nivel social se pueda desarrollar una verdadera colaboración en numerosos campos, según los principios que yo mismo he indicado en la Encíclica Sollicitudo rei socialis.

 

Así pues, desde una profunda fidelidad a la vocación a la que el Dios de la paz y de la justicia nos llama -y con nosotros a todos los pueblos de Europa- repito de nuevo junto con vosotros la más firme condena de todo antisemitismo y de todo racismo, opuestos a los principios del cristianismo, para los que no existe justificación alguna en las culturas inspiradas en dichos principios. Por las mismas razones debemos descartar todo prejuicio religioso que la historia nos haya mostrado, inspirado en los estereotipos antijudíos, por contradecir la dignidad de la persona.

 

Que Dios nos confirme en estos propósitos y en la fe, y como dice el Salmo, nos dé su consuelo: “El mismo Señor de la dicha / y nuestra tierra produce la cosecha. / La Justicia lo precede / y sus pasos trazan el camino”.

Juan Pablo II - Discurso Comunidad Judía de Viena 1988

DISCURSO DEL PAPA A LOS REPRESENTANTES DE  

LA COMUNIDAD JUDÍA DE VIENA

24 de junio 1988

 

Excelentísimo Señor Presidente de las comunidades israelitas; excelentísimo señor Gran Rabino; personas aquí presentes:

 

“SHALOM”

 

1. En el Profeta Jeremías se lee: “En Ramá se escuchan ayes, lloro amarguísimo. Raquel llora por sus hijos... porque no existen”.

 

Un lamento así es también el tono básico del saludo que me acaba de dirigir usted en nombre de la comunidad judía de Austria. Me ha conmovido profundamente. Respondo a su saludo con sentimientos de amor y de aprecio, y le aseguro que ese amor incluye también el conocimiento consciente de todo eso que causa dolor. Hace cincuenta años ardieron las sinagogas de esta ciudad. Miles de personas fueron conducidas desde aquí al exterminio y muchísimos fueron obligados a huir. Ese dolor, sufrimiento y lágrimas incomprensibles están siempre ante mis ojos y se hallan grabados profundamente en mi espíritu. De hecho, sólo se ama cuando se conoce.

 

Me alegra que, con ocasión de mi visita, se haya podido celebrar este encuentro. Ojalá sea un signo de la estima mutua y manifieste la disponibilidad para conocerse mejor, derribar temores hondamente arraigados y ofreceros mutuamente hechos que despierten la confianza.

 

“Shalom”, “paz”. Este saludo religioso es una invitación a la paz. Tiene una importancia central en nuestro encuentro de esta mañana, el día antes del shabat; también para los cristianos tiene esa palabra una importancia central, tras el saludo de paz del Señor resucitado a los Apóstoles en el Cenáculo. La paz incluye el mandato y la posibilidad del perdón y de la misericordia, que son propiedades sobresalientes de nuestro Dios, el Dios de la Alianza. Ustedes experimentan y celebran en la fe esa certeza, al celebrar solemnemente todos los años el gran día de la expiación, el Yôm Kippûr. Los cristianos contemplamos ese misterio en el Corazón de Cristo, que, traspasado por nuestros pecados y los del mundo entero, muere por nosotros en la cruz. Ese corazón es solidaridad y fraternidad suprema en virtud de la gracia. El odio ha sido borrado y ha desaparecido, se renueva la alianza del amor. Esta es la Alianza que la Iglesia vive en la fe; en ella experimenta la Iglesia su solidaridad profunda y misteriosa en el amor y la fe con el pueblo judío. Ningún hecho histórico, por doloroso que sea, puede ser tan poderoso que resulte capaz de contradecir esta realidad, la cual forma parte del plan de Dios para nuestra salvación y nuestra reconciliación fraterna.

 

LA “SHOAH”

 

2. La relación entre judíos y cristianos ha cambiado y mejorado sustancialmente desde el Concilio Vaticano II y su solemne Declaración Nostra Aetate. Desde entonces existe diálogo oficial, cuya dimensión propia y central debe ser “el encuentro entre las Iglesias cristianas actuales y el actual pueblo de la Alianza concluida con Moisés”, como dije yo mismo en una ocasión anterior (Discurso a los representantes de los judíos, Maguncia, 17 de noviembre de 1980: L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 23 de noviembre de 1980. pág. 15). Mientras tanto, se han dado algunos pasos más hacia la reconciliación. Mi visita a la Sinagoga de Roma quiso ser también un signo de ello.

 

Con todo, el recuerdo de la Shoah, el asesinato de millones de judíos en los campos de exterminio sigue pesando sobre ustedes y sobre nosotros. Sería, sin duda, injusto y falso, culpar de ese crimen indecible a los cristianos. En él se revela más bien el rostro espantoso de un mundo sin Dios e incluso contra Dios; un mundo cuyos planes exterminadores se dirigieron positivamente contra el pueblo judío, pero también contra la fe de quienes veneran en el judío Jesús de Nazaret al Salvador del mundo. Diversas protestas y apelaciones solemnes contribuyeron a radicalizar el fanatismo de aquellos planes.

 

Una consideración adecuada del sufrimiento y el martirio del pueblo judío no puede llevarse a cabo sin relacionarla intrínsecamente con la experiencia de fe que caracteriza su historia, comenzando desde la fe de Abraham, y siguiendo con la liberación de la esclavitud de Egipto y la Alianza en el Sinaí. Es un camino en la fe y la obediencia, como respuesta a la llamada amorosa de Dios. Como dije el año pasado ante los representantes de la comunidad judía en Varsovia, de ese sufrimiento aterrador puede surgir una esperanza más profunda aún, un toque de atención salvador para toda la humanidad. Recordar la “Shoah” significa esperar y comprometerse para que no vuelva a repetirse nunca.

 

No podemos permanecer insensibles ante un sufrimiento tan inconmensurable; pero la fe nos dice que Dios no abandona a los perseguidos, sino que más bien se les manifiesta y a través de ellos ilumina a todos los pueblos el camino hacia la verdad. Esta es la enseñanza de la Sagrada Escritura; esto es lo que nos revelan los Profetas Isaías y Jeremías. En esta fe, herencia común de judíos y cristianos, tiene sus raíces la historia de Europa. Para nosotros los cristianos, todos y cada uno de los dolores humanos adquieren su sentido último en la cruz de Jesucristo. Pero esto no impide, sino que más bien nos impulsa a sentirnos solidarios con las profundas heridas que se han causado al pueblo judío mediante las persecuciones, especialmente en este siglo como consecuencia del moderno antisemitismo.

 

LA RECONCILIACIÓN

 

3. El proceso de la reconciliación total entre judíos y cristianos debe ser continuado con toda energía en todos los ámbitos de las relaciones de nuestras comunidades. Colaboración y estudios conjuntos deben contribuir a investigar más profundamente el significado de la “Shoah”. Es preciso tratar de descubrir y eliminar todo lo posible las causas responsables del antisemitismo, y más en general aún, las causas que conducen a las llamadas “guerras de religión”. Siguiendo el modelo de lo que se ha hecho ya hasta ahora en el camino del ecumenismo, confío en que será posible hablar abiertamente sobre las rivalidades, la radicalización y los conflictos del pasado. Hemos de intentar, además situarlos en sus circunstancias históricas y superarlos a través de esfuerzos conjuntos por la paz, un testimonio coherente de fe y el fomento de los valores morales que deben determinar las personas y los pueblos.

 

Ya en el pasado no faltaron advertencias claras y expresas sobre cualquier forma de discriminación religiosa. Quiero recordar aquí ante todo la condena expresa del antisemitismo por un decreto de la Santa Sede de 1928, en el cual se afirma que la Santa Sede condena de la forma más severa el odio contra el pueblo judío, “es decir, ese odio que se suele denominar normalmente antisemitismo”. Idéntica condena hizo también el Papa Pío XI el año 1938. Entre las múltiples iniciativas que se realizan actualmente según el espíritu del Concilio en favor del diálogo judeo-cristiano, quiero mencionar el Centro de Información, Educación, Encuentro y Oración, que se están construyendo en Polonia. Dicho centro está concebido para investigar la “Shoah” y el martirio del pueblo polaco y de otros pueblos europeos durante la época del nacionalsocialismo, y confrontarse espiritualmente con ellos. Es de desear que produzca frutos abundantes y pueda servir de modelo para otras naciones. Iniciativas de este tipo resultarán también fecundas para la convivencia civil de todos los grupos sociales, animando a comprometerse, con respeto mutuo, por los débiles, necesitados y marginados; a superar animosidades y prejuicios y a defender los derechos humanos, especialmente el derecho que tiene cada persona y comunidad a la libertad religiosa.

 

En este vasto programa de acción, al que invitamos a los judíos, a los cristianos y a todos los hombres de buena voluntad, participan ya desde hace muchos años los católicos en Austria, obispos y creyentes, así como distintas asociaciones. En época reciente se han podido realizar en Viena encuentros fructuosos con personalidades judías.

 

LA PAZ

 

4. La concordia y unidad de los distintos grupos de una nación constituyen asimismo un presupuesto sólido para una contribución eficaz a las exigencias de paz y entendimiento entre los pueblos, como ha mostrado la misma historia de Austria en las últimas décadas. A todos nos preocupa enormemente la causa de la paz, especialmente en Tierra Santa, Israel, el Líbano, Oriente Medio. Son regiones con las que nos unen profundas raíces bíblicas, históricas, religiosas y culturales. Según la doctrina de los Profetas de Israel, la paz es fruto de la justicia y del derecho y, al mismo tiempo, un don inmerecido de la época mesiánica. Por ello hay que evitar cualquier forma de violencia, que repita los antiguos errores e incite al odio, al fanatismo y al integrismo religioso, enemigos todos de la concordia humana. Que cada cual examine su conciencia a este respecto y considere su responsabilidad e incumbencia. Pero, sobre todo, es necesario que fomentemos un diálogo constructivo entre judíos, cristianos y musulmanes, a fin de que el testimonio común de fe en “Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob” (Ex 3,6) resulte realmente eficaz en la búsqueda de entendimiento mutuo y convivencia fraterna, sin herir los derechos de nadie.

 

En este sentido deben entenderse las iniciativas de la Santa Sede, cuando se esfuerza por buscar el reconocimiento de igual dignidad para el pueblo judío en el Estado de Israel y para el pueblo palestino. Como subrayaba yo mismo el pasado año ante representantes de las comunidades judías en los Estados Unidos de América, el pueblo judío tiene derecho a una patria, lo mismo que lo tiene cualquier otra nación de acuerdo con el derecho internacional. Pero lo mismo vale para el pueblo palestino, muchos de cuyos miembros son apátridas y refugiados. Mediante la disponibilidad de las partes para el entendimiento y el compromiso se encontrarán al fin las soluciones que conduzcan a una paz justa, amplia y duradera en esa región (cf. Discurso del 11 de septiembre de 1987). Si se siembran únicamente perdón y amor en abundancia, la cizaña del odio no podrá crecer; será sofocada. Recordar la Shoah significa también oponerse a cualquier cosa que siembre la violencia y proteger y fomentar con paciencia y perseverancia cualquier brote tierno de libertad y de paz.

 

Con este espíritu de disponibilidad cristiana a la reconciliación respondo de corazón a su “Shalom” e imploro para todos nosotros el don de la concordia fraterna y la bendición del Dios de Abraham, omnipotente e infinitamente bueno, Padre de Abraham y Padre nuestro en la fe.

Juan Pablo II - Discurso Organizaciones Judías Norteamericanas 1987

DISCURSO DE JUAN PABLO II A LOS REPRESENTANTES

DE LAS ORGANIZACIONES JUDÍAS NORTEAMERICANAS

 

Miami, 11 de septiembre de 1987

 

Queridos amigos, representantes de tantas organizaciones judías, procedentes de todos los Estados Unidos, queridos hermanos y hermanas judíos:

 

1. Os agradezco vivamente vuestras cordiales palabras de saludo. Estoy muy contento de encontrarme entre vosotros, particularmente en este momento en el que se inaugura la exposición de la Colección Judeo Vaticana. El maravilloso material, que incluye Biblias miniadas y libros de oración, muestra sólo una pequeña parte de las grandes riquezas espirituales de la tradición judía a lo largo de los siglos hasta hoy, riquezas espirituales utilizadas a menudo en una fructuosa cooperación con artistas cristianos.

 

Al comienzo de nuestro encuentro, es oportuno subrayar nuestra fe en el Dios único, que eligió a Abraham, Isaac y Jacob y estableció con ellos una Alianza de amor eterno, que no ha sido nunca revocada (cf. Gén 27,33; Rom 11,29). Por el contrario, fue confirmada mediante el don de la Torah hecho a Moisés y abierta por los Profetas hacia la esperanza de la redención eterna y el compromiso universal por la justicia y la paz. El pueblo judío, la Iglesia y todos los que creen en Dios misericordioso -que, en las oraciones de los hebreos se invoca como “Av Ha-Rakhamîm”- pueden encontrar en esta Alianza fundamental con los Patriarcas un punto de partida determinante para nuestro diálogo y nuestro testimonio común en el mundo.

 

Es oportuno recordar, además, la promesa hecha por Dios a Abraham y la hermandad espiritual que ésta instauró: “Y en tu posteridad serán benditas todas las naciones de la tierra, por haberme tú obedecido” (Gén 22,18). Esta hermandad espiritual, unida estrechamente a la obediencia a Dios, exige un gran respeto recíproco con humildad y confianza. Un examen objetivo de nuestras relaciones a lo largo de los siglos debe tener en cuenta esta gran necesidad.

 

2. Hay que poner de relieve el hecho de que los Estados Unidos hayan sido fundados por hombres que arribaron a estos puertos a menudo como refugiados religiosos. Aspiraban a ser tratados con justicia y a ser recibidos según la Palabra de Dios, como leemos en el Levítico: “Tratar al extranjero que habita en medio de vosotros como al indígena de entre vosotros; ámale como a ti mismo, porque extranjero fuisteis vosotros en tierra de Egipto. Yo, Yavé, vuestro Dios” (Lev 19, 34). Entre los millones de emigrantes que llegaron, había un gran número de católicos y de judíos. Idénticos principios religiosos fundamentales de libertad y justicia, de igualdad y solidaridad humana, afirmados tanto en la Torah como en el Evangelio, se reflejan en los altos ideales humanos y en la tutela de los derechos universales proclamados en Estados Unidos. Estos, a su vez, ejercían un fuerte influjo positivo en la historia de Europa y de otras partes del mundo. Pero los caminos de los inmigrados a este nuevo país no resultaban siempre fáciles. Tenemos que admitir tristemente que los prejuicios y las discriminaciones eran algo común, tanto en el Nuevo Mundo como en el Viejo. Sin embargo, juntos judíos y católicos, contribuyeron al éxito de la experiencia americana concerniente a la libertad religiosa y en este contexto único, ofrecieron al mundo una vigorosa forma de diálogo interreligioso entre nuestras dos antiguas tradiciones. Elevo mi oración por todos aquellos que se comprometen en este diálogo, tan importante para la Iglesia y para el pueblo hebreo: ¡Que Dios os bendiga y os fortalezca en este servicio!

 

3. Al mismo tiempo, nuestro patrimonio común, nuestras tareas y esperanzas, no anulan nuestras propias identidades. A causa de su específico testimonio cristiano, “la Iglesia tiene el deber de proclamar a Jesucristo en el mundo” (Orientaciones y sugerencias para la aplicación de la Declaración conciliar Nostra aetate, n. 4 I -1974-: L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 12 de enero de 1975, página 2). Actuando de esta manera proclamamos que “Cristo es nuestra paz” (Ef 2,14). Como dice el Apóstol Pablo: “mas todo esto viene de Dios, que, por Cristo nos ha reconciliado consigo y nos ha confiado el ministerio de la reconciliación” (2 Cor 5,18). Al mismo tiempo, reconocemos y apreciamos los tesoros espirituales del pueblo judío y su testimonio religioso de Dios. Un diálogo teológico fraterno intentará comprender, a la luz del misterio de la redención, la manera cómo las diferencias en la fe no han de convertirse en motivo de enemistad, sino, más bien, han de abrir el camino a la “reconciliación”, para que al final “Dios sea en todas las coas” (1Cor 15,28).

 

Estoy contento de que, a este propósito, la Conferencia Episcopal de Estados Unidos y el Consejo de las Sinagogas de América hayan empezado las consultas entre los responsables judíos y los obispos, para llevar adelante un diálogo sobre problemas de enorme interés para nuestras dos comunidades de fe.

 

4. Contemplando la historia a la luz de los principios de la fe en Dios, hemos de meditar igualmente sobre el terrible episodio de la Shoah, el intento enfermizo y deshumano de exterminar a todo el pueblo judío en Europa; un intento que causó millares de víctimas -muchos de ellos mujeres y niños, ancianos y enfermos- exterminados solamente por el hecho de ser hebreos.

 

Meditando sobre este misterio de los sufrimientos de los hijos de Israel, de su testimonio de esperanza, de fe y de humanidad frente a ultrajes inhumanos, la Iglesia advierte cada vez más profundamente su vínculo común con el pueblo hebreo y con su tesoro de riquezas espirituales en el pasado y en el presente.

 

Es también oportuno recordar los grandes, los claros esfuerzos de los Papas contra el antisemitismo y el nazismo durante el momento culminante de la persecución a los judíos. En 1938, Pío XI declaraba que “el antisemitismo no puede ser admitido” (6 de septiembre de 1938), y afirmaba también la completa oposición entre el cristianismo y el nazismo, afirmando que la cruz nazista era “enemiga de la cruz de Cristo” (Discurso de Navidad, 1938). Estoy persuadido de que la historia revelarán aún con más claridad y de un modo más convincente el profundo sufrimiento de Pío XII ante la tragedia del pueblo judío, y lo que trabajó para asistirlo intensa y eficazmente durante la segunda guerra mundial.

 

Hablando en nombre de la humanidad y desde los principios cristianos, la Conferencia Episcopal de Estados Unidos denunció las atrocidades con la siguiente declaración: “Desde la invasión asesina de Polonia, privada completamente de toda apariencia de humanidad, se ha comenzado un exterminio premeditado y sistemático del pueblo de esta nación. La misma técnica diabólica se ha aplicado a otros muchos pueblos. Sentimos una profunda repulsión hacia las crueles indignidades perpetradas contra los judíos en los países conquistados y contra gente indefensa que no pertenece a nuestra fe” (14 de noviembre de 1942)

 

Recordemos también a tantos otros que, arriesgando su propia vida, han ayudado a los judíos perseguidos, y son honrados por los hebreos con el título de “Tzaddigê’ummôt ha-olâm” (Justos de las naciones).

 

5. La terrible tragedia de vuestro pueblo ha inducido a muchos pensadores judíos a reflexionar sobre la condición humana, aportando agudas intuiciones. Su visión del hombre y las raíces de esta visión en las enseñanzas de la Biblia, que compartimos en nuestra común herencia de las Escrituras hebraicas, ofrecen tanto a estudiosos judíos como católicos un material útil para la reflexión y el diálogo. Y yo pienso aquí sobre todo en las contribuciones de Martín Buber y también en aquellas de Mahler y Levinas.

 

Para comprender aún más profundamente el significado de la Shoah y las raíces históricas del antisemitismo que la han provocado, deben continuar la colaboración conjunta y los estudios por parte de católicos y judíos sobre la Shoah. Estos estudios se han efectuado ya en vuestro país con numerosas conferencias, como los seminarios nacionales sobre las relaciones cristiano-judías. Las implicaciones religiosas e históricas de la Shoah para los cristianos y los hebreos serán examinadas ahora formalmente por el Comité Internacional de Relaciones Católico-Judío, que se reunirá por primera vez en Estados Unidos, al final del presente año. Y, como he confirmado en el curso del importante y cordial encuentro tenido con los responsables judíos en Castelgandolfo el primero de septiembre, al final de estos estudios se publicó un documento católico sobre la Shoah y el antisemitismo.

 

También, esperamos que los programas comunes de educación sobre nuestras relaciones históricas y religiosas, que se han desarrollado bien en vuestro país, promoverán realmente el respeto recíproco y sensibilizarán a las futuras generaciones sobre el holocausto ¡con el objetivo que semejante error no se cometa nunca más! ¡Nunca más!

 

Cuando me reuní, en Varsovia, con los responsables de la comunidad judío-polaca, en junio de este año, subrayé el hecho de que a través de la terrible experiencia de la Shoah, vuestro pueblo se ha convertido en “una gran voz de advertencia para toda la humanidad, para todas las naciones, para todas las potencias de este mundo, para todos los sistemas y para todo hombre... en esta advertencia salvífica” (Discurso del 14 de junio de 1987: L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 5 de julio de 1987, pág. 15).

 

6. Es también oportuno que en cada diócesis los católicos hagan efectivas, bajo la dirección de los obispo, las afirmaciones del Concilio Vaticano II y las sucesivas instrucciones publicadas por la Santa Sede relativas al modo correcto de predicar y enseñar sobre los judíos y sobre el Judaísmo. Conozco los grandes esfuerzos que los católicos están haciendo ya en esta dirección y deseo expresar mi gratitud a todos aquellos que están comprometidos de una manera tan diligente en este objetivo.

 

7. En todo diálogo sincero se necesita por parte de cada uno de los participantes, la intención de permitir a los otros definirse, “a la luz de su actual realidad religiosa” (Orientaciones 1974, Introducción). Fieles a esta afirmación los católicos reconocen, entre los elementos de la experiencia judía, que los judíos tienen una conexión religiosa con su tierra, que encuentran sus raíces en la tradición bíblica.

 

Después del trágico exterminio de la Shoah, el pueblo judío ha comenzado un nuevo periodo de su historia. Ellos tienen derecho a una patria, así como lo tiene toda nación civil, según el derecho internacional. “Para el pueblo judío que vive en el Estado de Israel y que en aquella tierra conserva preciosos testimonios de su historia y de su fe, debemos invocar la deseada seguridad y la justa tranquilidad que es una prerrogativa de toda nación y condición de vida y de progreso para toda sociedad” (Redemptionis anno, 20 de abril de 1984).

 

Lo que se ha afirmado sobre el derecho a una patria se aplica también al pueblo palestino, muchos de los miembros de este pueblo se encuentran sin casa y están refugiados. Mientras todos los interesados deben meditar honestamente sobre el pasado -los musulmanes no menos que los judíos y que los cristianos- ya es hora de encontrar unas soluciones que conduzcan a una paz justa, completa y duradera en aquella región.

 

Rezo con toda intensidad por esta paz.

 

8. Finalmente, al agradeceros una vez más vuestra cordialidad en el saludo que me habéis dirigido, alabo y doy gracias a Dios por este encuentro fraterno, por el don del diálogo entre nuestros dos pueblos, y por la nueva y más profunda comprensión entre nosotros. Mientras que nuestra larga relación se acerca al tercer milenio, es un gran privilegio para nosotros ser testigos de este progreso en esta generación.

 

Espero sinceramente que, como partes de este diálogo, como hermanos en la fe en Dios que se ha revelado, como hijos de Abraham, nos comprometamos a prestar un servicio común a la humanidad, que tan necesitada se encuentra en estos días. Estamos llamados a colaborar en el servicio y a unirnos en una causa común siempre que un hermano o una hermana están abandonados, olvidados, rechazados o sufren de cualquier modo; siempre que los derechos humanos se rechazan o la dignidad humana está ofendida; siempre que los derechos de Dios se viola o se ignoran.

 

Con el Salmista, yo repito ahora:

 

“Voy a escuchar lo que dice el Señor: Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos y a los que se convierten de corazón” (Sal 85/84, 9).

 

A todos vosotros, queridos amigos, queridos hermanos y hermanas; a todos vosotros, querido pueblo judío de Estados Unidos: con gran esperanza os deseo la paz del Señor: Shalom! Shalom! Dios os bendiga en este Shabat y en este año:

 

Shabat Shalom ! Shanà Tovà

we-Hatimà Tovà!

Juan Pablo II - Discurso Comunidad Judía de Australia 26 diciembre 1986

DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II  

A LA COMUNIDAD JUDÍA DE AUSTRALIA

Sidney, 26 de diciembre 1986

 

A principio de este año tuve el placer y el privilegio de visitar la Sinagoga de Roma y de hablar con los Rabinos y la asamblea congregada. En aquella ocasión, di “gracias y alabanza al Señor que desplegó el cielo y cimentó la tierra (Is 51,16), y que ha escogido a Abraham para hacerlo padre de una multitud de hijos, numerosos como las estrellas del cielo y como la arena de la playa (Gn 22,17; cf. Is 15,5)”. Le doy gracias y lo alabo porque ha tenido a bien, en el misterio de su Providencia, que este encuentro se realizase. Hoy lo alabo y le doy gracias de nuevo porque me ha proporcionado, en este gran país meridional, el encuentro con otro grupo de los hijos de Abraham, un grupo que es representativo de muchos judíos de Australia. ¡Que el os bendiga y os haga fuertes en su servicio!

 

Tengo entendido que la experiencia de los judíos en Australia -una experiencia que se remonta a los comienzos de la colonización blanca en 1788-, aunque ha tenido su parte de dolor, prejuicios y discriminaciones, ha disfrutado de más libertad civil y religiosa que en otros países del viejo continente. Al mismo tiempo, éste es todavía el siglo de la Shoah, el intento inhumano y despiadado de exterminar a los judíos de Europa; y sé que Australia dio asilo y una nueva patria a miles de refugiados y supervivientes de aquella serie horrible de sucesos. A éstos en particular les digo, como dije a vuestros hermanos y hermanas, los judíos de Roma, “la Iglesia, con las palabras del bien conocido Decreto Nostra Aetate (nº 4), deplora los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y persona contra los judíos”, repito: “de cualquier persona”.

 

Espero que este encuentro ayude a consolidar y prolongar las buenas relaciones que vosotros tenéis ya con los miembros de la comunidad católica de este país. Sé que hay hombres y mujeres por toda Australia, tanto judíos como católicos, que están trabajando, como dije en la Sinagoga de Roma, “para que se superen los viejos prejuicios y se dé espacio al reconocimiento cada vez más pleno de ese vínculo, y de ese común patrimonio espiritual que existe entre los judíos y los cristianos”. Doy gracias a Dios por esto.

 

Interesa a los católicos, y esto sigue siendo una parte explícita y verdaderamente importante de mi misión, de repetir y subrayar que nuestra actitud hacia la religión judía debe ser de gran respeto, pues la fe católica está enraizada en las verdades eternas, contenidas en las Escrituras Hebreas, y en la Alianza irrevocable hecha con Abraham. Nosotros conservamos también con agradecimiento esas mismas verdades de nuestra herencia judía, y os visitamos a vosotros como hermanos y hermanas nuestras en el Señor.

 

Hacia el pueblo judío los católicos deben tener no solamente respeto, sino también un gran amor fraterno; porque esta es la enseñanza de ambas Escrituras, la hebrea y la cristiana: que los judíos son amados de Dios que los ha llamado con una vocación irrevocable. No se puede encontrar una justificación teológicamente válida para actos de discriminación o persecución contra los judíos. De hecho, tales actos han de ser considerados como pecados.

 

Siendo francos y sinceros tenemos que reconocer el hecho de que existen todavía diferencias obvias entre nosotros, diferencias en la fe y en la práctica religiosa. La diferencia fundamental está en nuestras respectivas visiones sobre la persona y la obra de Jesús de Nazaret. Nada nos impide, sin embargo, la cooperación verdadera y fraterna en muchas empresas nobles, tales como los estudios bíblicos y numerosas obras de justicia y caridad. Esas acciones comunes pueden acercarnos aún más íntimamente en la amistad y la verdad.

 

Mediante la Ley y los Profetas, nosotros, igual que vosotros, hemos aprendido a considerar como elevado valor la vida humana y los derechos fundamentales e inalienables del ser humano. Hoy, la vida humana, que deberá ser tratada como sagrada desde el momento de la concepción, esta amenazada de muy diferentes maneras. Las violaciones de los derechos humanos son generales. Esto provoca que lo más importante para toda la gente de buena voluntad sea colaborar para defender la vida, para defender la libertad de fe y práctica religiosa, y para defender todas las demás libertades humanas fundamentales.

 

Finalmente, estoy seguro de que nosotros estamos de acuerdo en que, en una sociedad secularizada, hay muchas cosas consideradas como valores que nosotros no podemos aceptar. En particular, el comunismo y el materialismo se presentan frecuentemente, especialmente a los jóvenes, como las respuestas a los problemas humanos. Expreso mi admiración por los muchos sacrificios que vosotros habéis hecho para conseguir escuelas religiosas para vuestros hijos, en orden a ayudarles a evaluar el mundo que les rodea desde la perspectiva de la fe en Dios. Como sabéis, los católicos de Australia hacen también lo mismo. En una sociedad secularizada, tales instituciones son casi siempre atacadas por una razón u otra. Puesto que los católicos y los judíos las valoran por las mismas razones, trabajemos juntos, siempre que sea posible, para proteger y promover la instrucción religiosa de nuestros niños. De esta manera podemos dar un testimonio común del Señor de todos.

 

Señor Presidente y Miembros del Consejo Ejecutivo de los judíos australianos, les doy las gracias una vez más por este encuentro, y doy alabanza y gracias al Señor con las palabras del Salmista: “Alabad al Señor todas las naciones, aclamadlo todos los pueblos. Firme es su lealtad con nosotros, y su fidelidad dura por siempre. ¡Alabad al Señor!”.

Juan Pablo II - Comité Judío Americano 15 febrero 1985

VEINTE AÑOS DESPUÉS DEL VATICANO II  

DISCURSO DEL PAPA A LOS DIRIGENTES DEL

COMITÉ JUDÍO AMERICANO

15 de febrero 1985

 

Queridos amigos:

 

Es para mí una gran satisfacción recibir esta importante delegación del American Jewish Committe (Comité Judío Americano), con su presidente a la cabeza. Les estoy muy agradecido por esta visita. Sean ustedes bienvenidos a esta casa siempre abierta, como saben, a los miembros del pueblo judío.

 

Han venido aquí para celebrar el vigésimo aniversario de la Declaración conciliar “Nostra Aetate”, sobre la relación de la Iglesia con las religiones no cristianas, cuya cuarta sección trata extensamente de las relaciones de la Iglesia con el Judaísmo.

 

Durante mi reciente visita pastoral a Venezuela recibí algunos representantes de la comunidad judía local en un encuentro que se vuelve ya una característica normal de tantas de esas visitas pastorales alrededor del mundo. En esta ocasión, al responder al saludo del Rabino Pinchas Brener, dije lo siguiente: “Quiero confirmar, con absoluta convicción, que la enseñanza del Concilio Vaticano II en la Declaración Nostra Aetate..., permanece siempre para nosotros, para la Iglesia Católica, para el Episcopado..., y para el Papa, una enseñanza que debe ser seguida. Una enseñanza que es necesario aceptar, no sólo como algo conveniente, sino mucho más, como una expresión de fe, una inspiración del Espíritu Santo, una palabra de la Sabiduría divina” (L’Osservatore Romano, 29 de enero 1985).

 

Con gusto repito estas palabras a ustedes que conmemoran actualmente el vigésimo aniversario de la Declaración. Ellas expresan el compromiso de la Santa Sede, y de toda la Iglesia Católica, por el contenido de la Declaración, subrayando, por así decir, su importancia.

 

Veinte años después, los términos de la Declaración no han envejecido. Al contrario, es más claro ahora que antes qué firme es su fundamento teológico y cuán sólida base ella brinda a un diálogo entre judíos y cristianos que sea realmente fecundo. Por otra parte, en efecto, encuentra la motivación de dicho diálogo en el misterio mismo de la Iglesia, y por otra, mantiene claramente la identidad de cada religión, aun vinculando estrechamente la una con la otra.

 

A lo largo de estos veinte años, el trabajo realizado es inmenso. Ustedes son bien conscientes de ello, dado que la organización que representan está profundamente empeñada en el diálogo judío-cristiano, sobre la base precisamente de la Declaración, y ello en el plano nacional e internacional, y particularmente en conexión con la Comisión de la Santa Sede para las relaciones religiosas con el Judaísmo.

 

Estoy convencido, y me complazco en afirmarlo en la ocasión presente, que las relaciones entre judíos y cristianos han mejorado radicalmente en estos años. Donde antes había desconfianza, y quizá temor, hay ahora confianza. Donde había ignorancia, y por eso prejuicios y estereotipos, hay ahora un creciente conocimiento mutuo, aprecio y respeto. Pero, sobre todo, hay amor entre nosotros, aquel amor -digo- que es, para ambos, un precepto fundamental de nuestras tradiciones religiosas y que el Nuevo Testamento ha recibido del Antiguo (cf. Mc 12,28-34; Lev 19,18). Amor significa comprensión. También implica franqueza y la libertad de disentir, de manera fraterna, cuando hay razones para ello.

 

No cabe duda que queda mucho por hacer. Se requiere todavía reflexión teológica, no obstante lo realizado ya en este plano y los resultados obtenidos. Nuestros biblistas y nuestros teólogos son urgidos constantemente a ello por la misma Palabra de Dios que tenemos en común.

 

La educación debería tomar en cuenta con mayor atención los puntos de vista y las directrices indicadas por el Concilio y elaboradas en las subsiguientes “Orientaciones y sugerencias para la aplicación de la Declaración Nostra Aetate, n. 4”, que están siempre vigentes. Educación para el diálogo, amor y respeto por el otro y una abertura hacia todos, son urgentes exigencias de nuestras sociedades pluralistas, donde todos resultan ser prójimos de todos.

 

El antisemitismo, por desgracia todavía un problema en algunos lugares, ha sido reiteradamente condenado por la Tradición Católica como incompatible con la enseñanza de Cristo y con el respeto debido a la dignidad de cualquier hombre y mujer, creados a imagen y semejanza de Dios. Quiero afirmar una vez más el repudio de la Iglesia Católica a toda represión y persecución, a toda discriminación contra quienquiera -venga de donde viniere- “en la legislación de hecho, por motivo de raza, origen, color, cultura, sexo o religión” (Octogesima adviniens, 23).

 

En estrecha relación con cuanto precede, hay un amplio campo de colaboración abierto a nosotros, judíos y cristianos, en favor de la humanidad entera, donde la imagen de Dios resplandece en cada hombre, mujer y niño, pero especialmente en los desamparados y necesitados.

 

Estoy bien informado de la estrecha colaboración entre el Comité Judío Americano y algunas de nuestras instituciones Católicas para aliviar el flagelo del hambre en Etiopía y en el Sahel, procurando así llamar la atención de las autoridades responsables sobre esta terrible tragedia, todavía por desgracia no resuelta, y que sigue siendo un reto para todos los que creen en el único verdadero Dios, Señor de la historia y Padre amante de todos.

 

Sé también de la preocupación de ustedes por la paz y seguridad de la Tierra Santa. Quiera Dios conceder a esa tierra, y a todos los pueblos y naciones en esa parte del mundo, las bendiciones que expresa la palabra “shalom”, de manera que en la frase del Salmista, la justicia y la paz se besen (cf. Sal 85,11).

 

El concilio Vaticano II y los siguientes documentos se proponen en verdad esta meta: que los hijos e hijas de Abraham, judíos, cristianos y musulmanes (cf. Nostra Aetate, 3), puedan vivir juntos y prosperar en paz. Y que todos amemos al Señor nuestro Dios con todo nuestro corazón, toda nuestra alma y todas nuestras fuerzas (cf. Dt 6,5).

 

Gracias de nuevo por esta visita. ¡Shalom!

Juan Pablo II - Discurso B'nai B'rith 22 marzo 1984

DISCURSO DEL SANTO PADRE A DIRIGENTES DE LA LIGA  

ANTIDIFAMACION “B’NAI B’RITH”

22 de marzo 1984

 

Queridos amigos:

 

Me hace muy feliz recibirles aquí en el Vaticano. Son ustedes un grupo de dirigentes nacionales e internacionales de la conocida Asociación judía establecida en Estados Unidos y floreciente en muchas partes del mundo, incluida Roma, Liga Antidifamación “B’nai B’rith”. Asimismo están muy en contacto con la comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo, fundada hace diez años por Pablo VI con el objetivo de fomentar las relaciones entre la Iglesia Católica y la Comunidad judía a nivel de nuestro compromiso respectivo de fe.

 

El mero hecho de que hayan venido a visitarme -y de ello les estoy muy agradecido- es en sí una prueba del incremento y profundización constantes de dichas relaciones. Claro está que cuando se mira atrás, a los años anteriores al Concilio Vaticano II y a su Declaración Nostra Aetate, y se quiere abarcar la obra realizada desde entonces, uno tiene el sentimiento de que el Señor ha hecho “grandes cosas” por nosotros (cf. Lc 1,49). Y, por tanto, nos llama a unirnos en un acto de cordial agradecimiento a Dios. El verso del comienzo del Salmo 133 es adecuado: “Ved cuán bueno y deleitoso es habitar en uno los hermanos”.

 

Porque, como he dicho con frecuencia desde el comienzo de mi servicio pastoral de Sucesor de Pedro, pescador de Galilea (cf. Alocución del 12 de marzo de 1979), queridos amigos, el encuentro de católicos y judíos no es coincidencia de dos antiguas religiones yendo cada uno por su camino y en lucha grave y dolorosa no pocas veces en tiempos pasados. Es una reunión de “hermanos” y, como dije a los representantes de la Comunidad judía alemana en Maguncia (11 noviembre de 1980), un diálogo “entre la primera y la segunda parte de la Biblia”. Y al igual que las dos partes de la Biblia son diferentes, pero están relacionadas íntimamente, también lo están en el pueblo judío y en la Iglesia Católica.

 

Esta cercanía se ha de manifestar de muchos modos. El primero de todos, en el respeto hondo de la identidad de cada uno. Cuanto más nos conocemos, más aprenderemos a aceptar y respetar nuestras diferencias.

 

Pero respeto no significa esquivez ni es equivalente a indiferencia, y éste es precisamente el gran reto que estamos llamados a afrontar. Por el contrario, el respeto de que hablamos está fundado en un vínculo espiritual misterioso (cf. Nostra Aetate, 4), que nos acerca en Abraham y, por medio de Abraham en Dios, que eligió a Israel y de Israel hizo surgir la Iglesia.

 

Sin embargo, este “vínculo espiritual” entraña gran responsabilidad. Cercanía unida a respeto quiere decir confianza y franqueza, y excluye totalmente desconfianzas y sospechas. Convoca asimismo a interés fraterno por cada uno y por los problemas y dificultades que afrontan cada una de nuestras comunidades religiosas.

 

La comunidad judía en general y su organización en particular, como su nombre indica, tienen mucho que ver con formas antiguas y nuevas de discriminación y violencia contra los judíos y el Judaísmo, llamadas corrientemente antisemitismo. Incluso antes del Concilio Vaticano II, la Iglesia Católica (cf. S. Congregatio Sti. Ufficii, 3 marzo de 1928; Pío XI a los periodistas belgas de la radio, 6 de septiembre de 1938) condenó tal ideología y práctica por ser contrarias no sólo a la confesión cristiana, sino también a la dignidad de la persona humana creada a imagen de Dios.

 

Pero no estamos reunidos por nosotros mismos precisamente. Es verdad que tratamos de conocernos mejor y entender mejor la identidad característica de cada uno y el íntimo vínculo espiritual que nos une. Pero al conocernos, descubrimos todavía más lo que nos ensambla para interesarnos más por la humanidad en general en campos, por citar sólo algunos, tales como el hambre, la pobreza, la discriminación allí donde se dé y sea la que fuera la persona contra quien se dirige, y las necesidades de los refugiados. Y claro está la gran tarea de fomentar la justicia y la paz (cf. Sal 85,4), señal de la edad mesiánica en ambas tradiciones judía y cristiana, enraizadas a su vez en la gran herencia profética. Este “vínculo espiritual” existente entre nosotros no puede menos de ayudarnos a afrontar el gran reto dirigido a los que creen que Dios tiene cuidado de su pueblo, al que ha creado a su imagen (cf. Gén 1,27).

 

Yo veo esto como realidad y promesa al mismo tiempo de diálogo entre la Iglesia Católica y el Judaísmo, y de las relaciones ya existentes entre su Organización y la Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo y con otras instituciones de algunas Iglesias locales.

 

De nuevo les doy gracias de su vida y de su empeño por metas de diálogo. Seamos agradecidos a nuestros Dios, Padre de todos nosotros.

Juan Pablo II - Comunidad Judía de España 3 noviembre 1982

SALUDO DE S.S. EL PAPA A LA COMUNIDAD  

JUDÍA DE ESPAÑA

3 de noviembre 1982

 

Estimados Señores:

 

¡Shalom! Paz a vosotros y a todos los miembros de la Comunidad religiosa judía de España.

 

Deseo expresaros ante todo mi sincero aprecio por haber querido venir a encontrarme durante mi visita pastoral a esta nación. Vuestro significativo gesto es prueba de que el diálogo fraterno, orientado a un mejor conocimiento y estima entre hebreos y católicos, que el Concilio Vaticano II ha promovido y recomendado vivamente en la Declaración Nostra Aetate (n.4), continúa y se difunde cada vez más, aun en medio de inevitables dificultades.

 

Tenemos un patrimonio espiritual común; y el Pueblo del Nuevo Testamento, es decir, la Iglesia, se siente y está vinculada espiritualmente a la estirpe de Abraham, “nuestro padre en la fe”.

 

Pido a Dios que la tradición judaica y cristiana, fundada en la Palabra divina, y que tiene una profunda conciencia de la dignidad de la persona humana que es imagen de Dios (cf. Gen 1,26), nos lleve al culto y amor ferviente al único y verdadero Dios. Y que ello se traduzca en una acción eficaz en favor del hombre, de cada hombre y de todo hombre.

 

¡Shalom! Y que Dios, Creador y Salvador, bendiga a vosotros y a vuestra Comunidad.

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