LunJul22

Juan Pablo II - Discurso Comunidad Judía de Viena 1988

DISCURSO DEL PAPA A LOS REPRESENTANTES DE  

LA COMUNIDAD JUDÍA DE VIENA

24 de junio 1988

 

Excelentísimo Señor Presidente de las comunidades israelitas; excelentísimo señor Gran Rabino; personas aquí presentes:

 

“SHALOM”

 

1. En el Profeta Jeremías se lee: “En Ramá se escuchan ayes, lloro amarguísimo. Raquel llora por sus hijos... porque no existen”.

 

Un lamento así es también el tono básico del saludo que me acaba de dirigir usted en nombre de la comunidad judía de Austria. Me ha conmovido profundamente. Respondo a su saludo con sentimientos de amor y de aprecio, y le aseguro que ese amor incluye también el conocimiento consciente de todo eso que causa dolor. Hace cincuenta años ardieron las sinagogas de esta ciudad. Miles de personas fueron conducidas desde aquí al exterminio y muchísimos fueron obligados a huir. Ese dolor, sufrimiento y lágrimas incomprensibles están siempre ante mis ojos y se hallan grabados profundamente en mi espíritu. De hecho, sólo se ama cuando se conoce.

 

Me alegra que, con ocasión de mi visita, se haya podido celebrar este encuentro. Ojalá sea un signo de la estima mutua y manifieste la disponibilidad para conocerse mejor, derribar temores hondamente arraigados y ofreceros mutuamente hechos que despierten la confianza.

 

“Shalom”, “paz”. Este saludo religioso es una invitación a la paz. Tiene una importancia central en nuestro encuentro de esta mañana, el día antes del shabat; también para los cristianos tiene esa palabra una importancia central, tras el saludo de paz del Señor resucitado a los Apóstoles en el Cenáculo. La paz incluye el mandato y la posibilidad del perdón y de la misericordia, que son propiedades sobresalientes de nuestro Dios, el Dios de la Alianza. Ustedes experimentan y celebran en la fe esa certeza, al celebrar solemnemente todos los años el gran día de la expiación, el Yôm Kippûr. Los cristianos contemplamos ese misterio en el Corazón de Cristo, que, traspasado por nuestros pecados y los del mundo entero, muere por nosotros en la cruz. Ese corazón es solidaridad y fraternidad suprema en virtud de la gracia. El odio ha sido borrado y ha desaparecido, se renueva la alianza del amor. Esta es la Alianza que la Iglesia vive en la fe; en ella experimenta la Iglesia su solidaridad profunda y misteriosa en el amor y la fe con el pueblo judío. Ningún hecho histórico, por doloroso que sea, puede ser tan poderoso que resulte capaz de contradecir esta realidad, la cual forma parte del plan de Dios para nuestra salvación y nuestra reconciliación fraterna.

 

LA “SHOAH”

 

2. La relación entre judíos y cristianos ha cambiado y mejorado sustancialmente desde el Concilio Vaticano II y su solemne Declaración Nostra Aetate. Desde entonces existe diálogo oficial, cuya dimensión propia y central debe ser “el encuentro entre las Iglesias cristianas actuales y el actual pueblo de la Alianza concluida con Moisés”, como dije yo mismo en una ocasión anterior (Discurso a los representantes de los judíos, Maguncia, 17 de noviembre de 1980: L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 23 de noviembre de 1980. pág. 15). Mientras tanto, se han dado algunos pasos más hacia la reconciliación. Mi visita a la Sinagoga de Roma quiso ser también un signo de ello.

 

Con todo, el recuerdo de la Shoah, el asesinato de millones de judíos en los campos de exterminio sigue pesando sobre ustedes y sobre nosotros. Sería, sin duda, injusto y falso, culpar de ese crimen indecible a los cristianos. En él se revela más bien el rostro espantoso de un mundo sin Dios e incluso contra Dios; un mundo cuyos planes exterminadores se dirigieron positivamente contra el pueblo judío, pero también contra la fe de quienes veneran en el judío Jesús de Nazaret al Salvador del mundo. Diversas protestas y apelaciones solemnes contribuyeron a radicalizar el fanatismo de aquellos planes.

 

Una consideración adecuada del sufrimiento y el martirio del pueblo judío no puede llevarse a cabo sin relacionarla intrínsecamente con la experiencia de fe que caracteriza su historia, comenzando desde la fe de Abraham, y siguiendo con la liberación de la esclavitud de Egipto y la Alianza en el Sinaí. Es un camino en la fe y la obediencia, como respuesta a la llamada amorosa de Dios. Como dije el año pasado ante los representantes de la comunidad judía en Varsovia, de ese sufrimiento aterrador puede surgir una esperanza más profunda aún, un toque de atención salvador para toda la humanidad. Recordar la “Shoah” significa esperar y comprometerse para que no vuelva a repetirse nunca.

 

No podemos permanecer insensibles ante un sufrimiento tan inconmensurable; pero la fe nos dice que Dios no abandona a los perseguidos, sino que más bien se les manifiesta y a través de ellos ilumina a todos los pueblos el camino hacia la verdad. Esta es la enseñanza de la Sagrada Escritura; esto es lo que nos revelan los Profetas Isaías y Jeremías. En esta fe, herencia común de judíos y cristianos, tiene sus raíces la historia de Europa. Para nosotros los cristianos, todos y cada uno de los dolores humanos adquieren su sentido último en la cruz de Jesucristo. Pero esto no impide, sino que más bien nos impulsa a sentirnos solidarios con las profundas heridas que se han causado al pueblo judío mediante las persecuciones, especialmente en este siglo como consecuencia del moderno antisemitismo.

 

LA RECONCILIACIÓN

 

3. El proceso de la reconciliación total entre judíos y cristianos debe ser continuado con toda energía en todos los ámbitos de las relaciones de nuestras comunidades. Colaboración y estudios conjuntos deben contribuir a investigar más profundamente el significado de la “Shoah”. Es preciso tratar de descubrir y eliminar todo lo posible las causas responsables del antisemitismo, y más en general aún, las causas que conducen a las llamadas “guerras de religión”. Siguiendo el modelo de lo que se ha hecho ya hasta ahora en el camino del ecumenismo, confío en que será posible hablar abiertamente sobre las rivalidades, la radicalización y los conflictos del pasado. Hemos de intentar, además situarlos en sus circunstancias históricas y superarlos a través de esfuerzos conjuntos por la paz, un testimonio coherente de fe y el fomento de los valores morales que deben determinar las personas y los pueblos.

 

Ya en el pasado no faltaron advertencias claras y expresas sobre cualquier forma de discriminación religiosa. Quiero recordar aquí ante todo la condena expresa del antisemitismo por un decreto de la Santa Sede de 1928, en el cual se afirma que la Santa Sede condena de la forma más severa el odio contra el pueblo judío, “es decir, ese odio que se suele denominar normalmente antisemitismo”. Idéntica condena hizo también el Papa Pío XI el año 1938. Entre las múltiples iniciativas que se realizan actualmente según el espíritu del Concilio en favor del diálogo judeo-cristiano, quiero mencionar el Centro de Información, Educación, Encuentro y Oración, que se están construyendo en Polonia. Dicho centro está concebido para investigar la “Shoah” y el martirio del pueblo polaco y de otros pueblos europeos durante la época del nacionalsocialismo, y confrontarse espiritualmente con ellos. Es de desear que produzca frutos abundantes y pueda servir de modelo para otras naciones. Iniciativas de este tipo resultarán también fecundas para la convivencia civil de todos los grupos sociales, animando a comprometerse, con respeto mutuo, por los débiles, necesitados y marginados; a superar animosidades y prejuicios y a defender los derechos humanos, especialmente el derecho que tiene cada persona y comunidad a la libertad religiosa.

 

En este vasto programa de acción, al que invitamos a los judíos, a los cristianos y a todos los hombres de buena voluntad, participan ya desde hace muchos años los católicos en Austria, obispos y creyentes, así como distintas asociaciones. En época reciente se han podido realizar en Viena encuentros fructuosos con personalidades judías.

 

LA PAZ

 

4. La concordia y unidad de los distintos grupos de una nación constituyen asimismo un presupuesto sólido para una contribución eficaz a las exigencias de paz y entendimiento entre los pueblos, como ha mostrado la misma historia de Austria en las últimas décadas. A todos nos preocupa enormemente la causa de la paz, especialmente en Tierra Santa, Israel, el Líbano, Oriente Medio. Son regiones con las que nos unen profundas raíces bíblicas, históricas, religiosas y culturales. Según la doctrina de los Profetas de Israel, la paz es fruto de la justicia y del derecho y, al mismo tiempo, un don inmerecido de la época mesiánica. Por ello hay que evitar cualquier forma de violencia, que repita los antiguos errores e incite al odio, al fanatismo y al integrismo religioso, enemigos todos de la concordia humana. Que cada cual examine su conciencia a este respecto y considere su responsabilidad e incumbencia. Pero, sobre todo, es necesario que fomentemos un diálogo constructivo entre judíos, cristianos y musulmanes, a fin de que el testimonio común de fe en “Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob” (Ex 3,6) resulte realmente eficaz en la búsqueda de entendimiento mutuo y convivencia fraterna, sin herir los derechos de nadie.

 

En este sentido deben entenderse las iniciativas de la Santa Sede, cuando se esfuerza por buscar el reconocimiento de igual dignidad para el pueblo judío en el Estado de Israel y para el pueblo palestino. Como subrayaba yo mismo el pasado año ante representantes de las comunidades judías en los Estados Unidos de América, el pueblo judío tiene derecho a una patria, lo mismo que lo tiene cualquier otra nación de acuerdo con el derecho internacional. Pero lo mismo vale para el pueblo palestino, muchos de cuyos miembros son apátridas y refugiados. Mediante la disponibilidad de las partes para el entendimiento y el compromiso se encontrarán al fin las soluciones que conduzcan a una paz justa, amplia y duradera en esa región (cf. Discurso del 11 de septiembre de 1987). Si se siembran únicamente perdón y amor en abundancia, la cizaña del odio no podrá crecer; será sofocada. Recordar la Shoah significa también oponerse a cualquier cosa que siembre la violencia y proteger y fomentar con paciencia y perseverancia cualquier brote tierno de libertad y de paz.

 

Con este espíritu de disponibilidad cristiana a la reconciliación respondo de corazón a su “Shalom” e imploro para todos nosotros el don de la concordia fraterna y la bendición del Dios de Abraham, omnipotente e infinitamente bueno, Padre de Abraham y Padre nuestro en la fe.

Volver