DISCURSO DEL PAPA A LA COMUNIDAD JUDÍA DE ALSACIA
Noviembre 1988
Gran Rabino, Señor Presidente del Consistorio Israelita del Bajo Rin, Señor Presidente de la Comunidad Israelita de Estrasburgo, Señores:
Vuestro cordial saludo y reflexión espiritual sobre el sentido de la historia que acabáis de proponerme, no pueden sino inspirarme a su vez deseos de paz y de prosperidad para vosotros y para toda la Comunidad Israelita.
Al daros las gracias por tantos gestos de atención, quisiera prolongar estas reflexiones tomando como punto de partida el versículo bíblico del Profeta Malaquías que aparece grabado en vuestra bella Sinagoga de la Paz, y que habéis deseado inscribir en el corazón de vuestra dirección: Ha-lo ‘av Èhad le-Kullanu” (Mal. 2:10). ¿No tenemos todos nosotros más que un sólo Padre? Este es el mensaje de fe y de verdad del que sois portadores y testigos a través de la historia a la luz de la Palabra y de la Alianza de Dios con Abraham, Isaac, Jacob y toda su descendencia. Un testimonio que ha llegado hasta el martirio y que ha sobrevivido a las largas tinieblas de la incomprensión y del abismo de la Shoah”.
Tras el Concilio Ecuménico Vaticano II, gracias también a la obra de la Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo, y del Comité Internacional de Relaciones entre Católicos y Judíos, se han continuado -y continúan siempre- ensanchándose los fundamentos, ya sólidos de nuestras relaciones fraternas y de ello se desprenden conclusiones en el campo de la colaboración a todos los niveles. Es sobre todo en estas instituciones, donde doy ánimos al diálogo judeo-cristiano y me uno con vosotros en los avances logrados gracias a vuestra participación en esta tarea, con una estima recíproca alimentada en un clima de oración, de disponibilidad en la escucha y en la obediencia a la Palabra de Dios, que nos llama al amor y al perdón.
Si por medio de mi voz, la Iglesia Católica, fiel a lo declarado por el Concilio Ecuménico Vaticano II, reconoce el valor del testimonio religioso de vuestro pueblo, elegido por Dios, como lo escribe San Pablo: “En cuanto a la elección, son amados, en atención a sus padres”. (Rom 11:28-29). Se trata de una elección, como acabáis de decir, con miras a la Santificación del Nombre, la expresáis en vuestra cotidiana oración del Qaddish: “Sea engrandecido y santificado tu gran Nombre”. También la proclamáis con las palabras de Isaías: “¡Santo, Santo, Santo es el Señor Dios Todopoderoso, su gloria llena toda la tierra!” (Is. 6:3). En las oraciones de alegría o de penitencia, que caracterizan las fiestas de Rosh ha-Shanah, Kippur y Sukkot, que hace unos días habéis celebrado, suplicáis y aclamáis al Eterno: “¡Padre nuestro, Rey nuestro, perdónanos nuestros pecados!, ¡Hoshaná! ¡Sálvanos!”.
Todas las Santas Escrituras, a las que vosotros veneráis con una devoción profunda como fuente de vida, celebran el Buen Nombre de Dios, el Padre, la Roca que ha engendrado Yeshouroun, “el Dios que te ha puesto en el mundo”, como dice Moisés en su cántico: “Sí, me convierto en un padre para Israel” dice el Señor mediante el oráculo de Jeremías, que todavía añade: “Efraín es mi hijo mayor” (Jer 31:9) y el mismo Isaías vuelve hacía El diciendo: “¡Señor, nuestro Padre, eres Tú!” (Is 64:7). Los salmos celebran su nombre: “¡Padre mío y Dios mío, la roca que me salva!” (Sal 89:27). En su misericordia también nos ha revelado su nombre que recuerda su amor maternal, sus entrañas de madre que ha dado a luz un hijo: “El Señor pasó delante de Moisés y proclamó: ¡El Señor, el Señor, Dios bondadoso y misericordioso!” (Ex 34:6).”
Es pues, en vuestra oración, en vuestra historia y en vuestra experiencia de fe, donde continuáis afirmando la unidad fundamental de Dios, su paternidad y su misericordia hacia todo hombre y mujer, el misterio de su plan de salvación universal y las consecuencias derivadas del mismo, según los principios enunciados por los profetas, en el compromiso de la justicia, la paz y los demás valores éticos.
Con el mayor respeto hacia vuestra identidad religiosa judía, quisiera también subrayar que para nosotros, cristianos, la Iglesia, Pueblo de Dios y Cuerpo Místico de Cristo, está llamada a lo largo de su camino en la historia a proclamar a todos la Buena Nueva de la salvación en el consuelo del Espíritu Santo. Según la enseñanza del Concilio Vaticano II, la Iglesia podrá comprender mejor su vínculo con vosotros, ciertamente gracias al diálogo fraterno, pero también a meditar sobre su propio misterio (Nostra Aetate, 4) pues este misterio radica en la persona de Jesucristo, judío, crucificado y glorificado. En su carta a los Efesios, San Pablo escribía: “Este misterio, Dios no lo dio a conocer a los hombres en las generaciones pasadas, como ha sido ahora revelado a sus Santos Apóstoles y profetas: que los gentiles sois coherederos, miembros del mismo Cuerpo, partícipes de la misma promesa en Jesucristo por medio del Evangelio” (Ef 3: 5-6). Anteriormente el apóstol, dirigiéndose a “todos los amados de Dios que están en Roma” (Rom 1:7), había dicho: “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, son Hijos de Dios: No recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor, sino un Espíritu que os hace hijos adoptivos y por el que gritamos: ¡Abba Padre!” (Rom 8:15). Por esto nosotros también reconocemos y celebramos la gloria de Dios, Padre y Señor de los que le adoran en espíritu y en verdad.
La civilización europea conserva así sus profundas raíces cerca de esta fuente de agua viva que son las Sagradas Escrituras: el Dios único se ha revelado como nuestro Padre y nos exhorta mediante sus mandamientos a responderle con amor, en la libertad. En el alba de un nuevo milenio, la Iglesia, al anunciar a Europa el Evangelio de Jesucristo, descubre con gozo y cada vez mejor, los valores comunes, bien sean cristianos o judíos gracias a los que nos reconocemos hermanos y a los que se refiere la historia, la lengua, el arte y la cultura de los pueblos y naciones de este continente.
¿Dónde podríamos situar nuestra esperanza, para compartirla con todos los que tienen sed de un consuelo fraterno, de un mensaje de vida, de una solidaridad duradera y sincera? ¿Qué es lo que podríamos anunciar juntos para ofrecer nuestro servicio espiritual a Europa, rica en tantos recursos y al mismo tiempo interrogada por la pregunta del sentido de todo esto, en el contexto del desarrollo mundial? Permitidme que os proponga aquí tres consideraciones:
– que los pueblos europeos no olviden que nuestro origen viene de un Padre común y que es de esta fuente de dónde nos viene el deber de una responsabilidad recíproca y fraterna, que con la misma profundidad debe extenderse a cada persona, imagen de Dios, y a cada uno de los pueblos del mundo;
– que nosotros, los cristianos tomemos cada vez más conciencia de la particular tarea que hemos de realizar en cooperación con los judíos en virtud de la común herencia, que nos empuja a promover la justicia y la paz, oponiéndonos a toda discriminación, y a vivir según las exigencias de los mandamientos, fieles a la voz de Dios en el respeto a toda criatura. Deseo que a nivel social se pueda desarrollar una verdadera colaboración en numerosos campos, según los principios que yo mismo he indicado en la Encíclica Sollicitudo rei socialis.
Así pues, desde una profunda fidelidad a la vocación a la que el Dios de la paz y de la justicia nos llama -y con nosotros a todos los pueblos de Europa- repito de nuevo junto con vosotros la más firme condena de todo antisemitismo y de todo racismo, opuestos a los principios del cristianismo, para los que no existe justificación alguna en las culturas inspiradas en dichos principios. Por las mismas razones debemos descartar todo prejuicio religioso que la historia nos haya mostrado, inspirado en los estereotipos antijudíos, por contradecir la dignidad de la persona.
Que Dios nos confirme en estos propósitos y en la fe, y como dice el Salmo, nos dé su consuelo: “El mismo Señor de la dicha / y nuestra tierra produce la cosecha. / La Justicia lo precede / y sus pasos trazan el camino”.