DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
en el 60 Aniversario de la liberación de Auschwitz-Birkenau
enviado a través del Cardenal Jean-Marie Lustiger, arzobispo de París enviado especial para los Actos del 27 de enero de 2000.
Se cumplen sesenta años de la liberación de los prisioneros del campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau. En esta circunstancia no podemos dejar de regresar con la memoria al drama que allí tuvo lugar, trágico fruto de un odio programado. En estos días es necesario recordar a los millones de ‘personas que sin culpa alguna soportaron sufrimientos inhumanos y fueron aniquilados en las cámaras de gas y en los crematorios. Me inclino ante todos los que experimentaron aquella manifestación del «mysterium iniquitatis».
Cuando, siendo Papa, visité como peregrino el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, en el año 1979, me detuve ante las lápidas dedicadas a las víctimas. Había frases grabadas en diferentes idiomas: polaco, inglés, búlgaro, rom, checo, danés, francés, griego, hebreo, yiddish, español, flamenco, serbo-croata, alemán, noruego, ruso, rumano, húngaro e italiano. En todos estos idiomas estaba escrito el recuerdo de las víctimas de Auschwitz, personas concretas, a pesar de que con frecuencia eran totalmente desconocidas: hombres, mujeres y niños. Me detuve entonces durante algo más tiempo ante las lápidas escritas en hebreo. Dije: «Esta inscripción recuerda al Pueblo, cuyos hijos e hijas fueron destinados al exterminio total. Este pueblo tiene su origen en Abraham, que es también nuestro padre en la fe (cf. Romanos 4,11-12), como expresó Pablo de Tarso. Precisamente este pueblo, que recibió de Dios el mandamiento «No matarás», ha experimentado en sí mismo de forma particular lo que significa matar. Ante esta lápida nadie puede pasar de largo con indiferencia».
Hoy repito aquellas palabras. Nadie puede pasar de largo ante la tragedia de la Shoah. Aquel intento de acabar programadamente con todo un pueblo se extiende como una sombra sobre Europa y el mundo entero; es un crimen que mancha para siempre la historia de la humanidad. Que sirva de advertencia para nuestros días y para el futuro: no hay que ceder ante las ideologías que justifican la posibilidad de pisotear la dignidad humana basándose en la diversidad de raza, del color de la piel, de lengua o de religión. Lanzo este llamamiento a todos y en particular a aquellos que en nombre de la religión recurren al atropello y al terrorismo.
Estas reflexiones me acompañaron especialmente cuando la Iglesia celebró la solemne liturgia penitencial en la Basílica de San Pedro en el Gran Jubileo del Año 2000 y también cuando peregriné a los Santos Lugares y subí a Jerusalén. En Yad Vashem, el memorial de la Shoah, a los pies del Muro de las Lamentaciones, recé en silencio, pidiendo el perdón y la conversión de los corazones.
Recuerdo que, en 1979, me detuve a reflexionar intensamente también ante otras lápidas, escritas en ruso y en rom. La historia de la participación de la Unión Soviética en aquella guerra fue compleja, pero no es posible dejar de recordar que en ella los rusos sufrieron el número más elevado de personas que perdieron trágicamente la vida. También los gitanos, en las intenciones de Hitler, habían sido destinados al exterminio total. No se puede infravalorar el sacrificio de la vida impuesto a aquellos hermanos nuestros en el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau. Por eso, exhorto a no pasar con indiferencia ante aquellas lápidas.
Me detuve, por último, ante la lápida escrita en polaco. Entonces dije que la experiencia de Auschwitz constituía «una etapa ulterior en las luchas seculares de esta nación, de mi nación, en defensa de sus derechos fundamentales entre los pueblos de Europa. Era un nuevo grito por el derecho de ocupar su propio lugar en el mapa de Europa: una nueva cuenta dolorosa con la conciencia de la humanidad». La afirmación de esta verdad no era más que una invocación a la justicia histórica para esta nación que había afrontado tantos sacrificios en la liberación del continente europeo de la nefasta ideología nazi y había sido vendida como esclava a otra ideología destructiva: el comunismo soviético. Hoy recuerdo aquellas palabras para dar gracias a Dios -sin renegarlas- porque a través del perseverante esfuerzo de mis compatriotas, Polonia ha encontrado su lugar adecuado en el mapa de Europa. Mi deseo e que este histórico hecho traiga frutos de recíproco enriquecimiento para todos los europeos.
Durante la visita a Auschwitz-Birkenau dije que había que detenerse ante cada lápida. Yo mismo lo hice, pasando en meditativa oración de una lápida a otra, encomendando a la Misericordia Divina a todas las víctimas pertenecientes a la naciones golpeadas por las atrocidades de la guerra. También recé para obtener, por su intercesión, el don de la paz en el mundo. Sigo rezando sin cesar, con la confianza de que, en toda circunstancia, al al final venza el respeto de la dignidad de la persona humana, de los derechos de todo hombre a una libre búsqueda de la verdad, de la observancia de las normas de la moral, del cumplimiento de la justicia, y del derecho de cada quien a condiciones de vida dignas del hombre (cf. Juan XXIII, carta encíclica «Pacem in terris»).
Al hablar de las víctimas de Auschwitz, no puedo dejar de recordar que, en medio de aquella acumulación de mal indescriptible, se dieron manifestaciones heroicas de adhesión al bien. Ciertamente hubo muchas personas que aceptaron con libertad de espíritu someterse al sufrimiento, y demostraron amor no sólo hacia los compañeros prisioneros, sino también a sus verdugos. Muchos lo hicieron por amor de Dios y del hombre, otros en nombre de los valore espirituales más elevados. Gracias a su actitud, se hizo evidente una verdad, que con frecuencia aparece en la Biblia: aunque el hombre es capaz de hacer el mal, a veces un mal enorme, el mal no tendrá la última palabra. En el abismo mismo del sufrimiento, puede vencer el amor. El testimonio de un amor como el surgido en Auschwitz no puede caer en el olvido. Debe alzar incesantemente las conciencias, extinguir los conflictos, exhortar a la paz.
Éste parece ser el sentido más profundo de la celebración de este aniversario. Si recordamos el drama de las víctimas, no lo hacemos para volver a abrir heridas dolorosas ni para suscitar sentimientos de odio y propósitos de venganza, sino para rendir homenaje a aquellas personas, para sacar a la luz la verdad histórica y, sobre todo, para que todos se den cuenta de la responsabilidad en la construcción de nuestra historia. ¡Que nunca más se repita en ningún rincón de la tierra lo que experimentaron los hombre y mujeres que lloramos desde hace sesenta años!
Saludo a todos los que participan en las celebraciones del aniversario y para todos pido a Dios el don de la su bendición.
IOANNES PAULUS II
Vaticano, 15 de enero de 2005