VEINTE AÑOS DESPUÉS DEL VATICANO II  

DISCURSO DEL PAPA A LOS DIRIGENTES DEL

COMITÉ JUDÍO AMERICANO

15 de febrero 1985

 

Queridos amigos:

 

Es para mí una gran satisfacción recibir esta importante delegación del American Jewish Committe (Comité Judío Americano), con su presidente a la cabeza. Les estoy muy agradecido por esta visita. Sean ustedes bienvenidos a esta casa siempre abierta, como saben, a los miembros del pueblo judío.

 

Han venido aquí para celebrar el vigésimo aniversario de la Declaración conciliar “Nostra Aetate”, sobre la relación de la Iglesia con las religiones no cristianas, cuya cuarta sección trata extensamente de las relaciones de la Iglesia con el Judaísmo.

 

Durante mi reciente visita pastoral a Venezuela recibí algunos representantes de la comunidad judía local en un encuentro que se vuelve ya una característica normal de tantas de esas visitas pastorales alrededor del mundo. En esta ocasión, al responder al saludo del Rabino Pinchas Brener, dije lo siguiente: “Quiero confirmar, con absoluta convicción, que la enseñanza del Concilio Vaticano II en la Declaración Nostra Aetate…, permanece siempre para nosotros, para la Iglesia Católica, para el Episcopado…, y para el Papa, una enseñanza que debe ser seguida. Una enseñanza que es necesario aceptar, no sólo como algo conveniente, sino mucho más, como una expresión de fe, una inspiración del Espíritu Santo, una palabra de la Sabiduría divina” (L’Osservatore Romano, 29 de enero 1985).

 

Con gusto repito estas palabras a ustedes que conmemoran actualmente el vigésimo aniversario de la Declaración. Ellas expresan el compromiso de la Santa Sede, y de toda la Iglesia Católica, por el contenido de la Declaración, subrayando, por así decir, su importancia.

 

Veinte años después, los términos de la Declaración no han envejecido. Al contrario, es más claro ahora que antes qué firme es su fundamento teológico y cuán sólida base ella brinda a un diálogo entre judíos y cristianos que sea realmente fecundo. Por otra parte, en efecto, encuentra la motivación de dicho diálogo en el misterio mismo de la Iglesia, y por otra, mantiene claramente la identidad de cada religión, aun vinculando estrechamente la una con la otra.

 

A lo largo de estos veinte años, el trabajo realizado es inmenso. Ustedes son bien conscientes de ello, dado que la organización que representan está profundamente empeñada en el diálogo judío-cristiano, sobre la base precisamente de la Declaración, y ello en el plano nacional e internacional, y particularmente en conexión con la Comisión de la Santa Sede para las relaciones religiosas con el Judaísmo.

 

Estoy convencido, y me complazco en afirmarlo en la ocasión presente, que las relaciones entre judíos y cristianos han mejorado radicalmente en estos años. Donde antes había desconfianza, y quizá temor, hay ahora confianza. Donde había ignorancia, y por eso prejuicios y estereotipos, hay ahora un creciente conocimiento mutuo, aprecio y respeto. Pero, sobre todo, hay amor entre nosotros, aquel amor -digo- que es, para ambos, un precepto fundamental de nuestras tradiciones religiosas y que el Nuevo Testamento ha recibido del Antiguo (cf. Mc 12,28-34; Lev 19,18). Amor significa comprensión. También implica franqueza y la libertad de disentir, de manera fraterna, cuando hay razones para ello.

 

No cabe duda que queda mucho por hacer. Se requiere todavía reflexión teológica, no obstante lo realizado ya en este plano y los resultados obtenidos. Nuestros biblistas y nuestros teólogos son urgidos constantemente a ello por la misma Palabra de Dios que tenemos en común.

 

La educación debería tomar en cuenta con mayor atención los puntos de vista y las directrices indicadas por el Concilio y elaboradas en las subsiguientes “Orientaciones y sugerencias para la aplicación de la Declaración Nostra Aetate, n. 4”, que están siempre vigentes. Educación para el diálogo, amor y respeto por el otro y una abertura hacia todos, son urgentes exigencias de nuestras sociedades pluralistas, donde todos resultan ser prójimos de todos.

 

El antisemitismo, por desgracia todavía un problema en algunos lugares, ha sido reiteradamente condenado por la Tradición Católica como incompatible con la enseñanza de Cristo y con el respeto debido a la dignidad de cualquier hombre y mujer, creados a imagen y semejanza de Dios. Quiero afirmar una vez más el repudio de la Iglesia Católica a toda represión y persecución, a toda discriminación contra quienquiera -venga de donde viniere- “en la legislación de hecho, por motivo de raza, origen, color, cultura, sexo o religión” (Octogesima adviniens, 23).

 

En estrecha relación con cuanto precede, hay un amplio campo de colaboración abierto a nosotros, judíos y cristianos, en favor de la humanidad entera, donde la imagen de Dios resplandece en cada hombre, mujer y niño, pero especialmente en los desamparados y necesitados.

 

Estoy bien informado de la estrecha colaboración entre el Comité Judío Americano y algunas de nuestras instituciones Católicas para aliviar el flagelo del hambre en Etiopía y en el Sahel, procurando así llamar la atención de las autoridades responsables sobre esta terrible tragedia, todavía por desgracia no resuelta, y que sigue siendo un reto para todos los que creen en el único verdadero Dios, Señor de la historia y Padre amante de todos.

 

Sé también de la preocupación de ustedes por la paz y seguridad de la Tierra Santa. Quiera Dios conceder a esa tierra, y a todos los pueblos y naciones en esa parte del mundo, las bendiciones que expresa la palabra “shalom”, de manera que en la frase del Salmista, la justicia y la paz se besen (cf. Sal 85,11).

 

El concilio Vaticano II y los siguientes documentos se proponen en verdad esta meta: que los hijos e hijas de Abraham, judíos, cristianos y musulmanes (cf. Nostra Aetate, 3), puedan vivir juntos y prosperar en paz. Y que todos amemos al Señor nuestro Dios con todo nuestro corazón, toda nuestra alma y todas nuestras fuerzas (cf. Dt 6,5).

 

Gracias de nuevo por esta visita. ¡Shalom!