DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
A LA COMUNIDAD JUDÍA DE AUSTRALIA
Sidney, 26 de diciembre 1986
A principio de este año tuve el placer y el privilegio de visitar la Sinagoga de Roma y de hablar con los Rabinos y la asamblea congregada. En aquella ocasión, di “gracias y alabanza al Señor que desplegó el cielo y cimentó la tierra (Is 51,16), y que ha escogido a Abraham para hacerlo padre de una multitud de hijos, numerosos como las estrellas del cielo y como la arena de la playa (Gn 22,17; cf. Is 15,5)”. Le doy gracias y lo alabo porque ha tenido a bien, en el misterio de su Providencia, que este encuentro se realizase. Hoy lo alabo y le doy gracias de nuevo porque me ha proporcionado, en este gran país meridional, el encuentro con otro grupo de los hijos de Abraham, un grupo que es representativo de muchos judíos de Australia. ¡Que el os bendiga y os haga fuertes en su servicio!
Tengo entendido que la experiencia de los judíos en Australia -una experiencia que se remonta a los comienzos de la colonización blanca en 1788-, aunque ha tenido su parte de dolor, prejuicios y discriminaciones, ha disfrutado de más libertad civil y religiosa que en otros países del viejo continente. Al mismo tiempo, éste es todavía el siglo de la Shoah, el intento inhumano y despiadado de exterminar a los judíos de Europa; y sé que Australia dio asilo y una nueva patria a miles de refugiados y supervivientes de aquella serie horrible de sucesos. A éstos en particular les digo, como dije a vuestros hermanos y hermanas, los judíos de Roma, “la Iglesia, con las palabras del bien conocido Decreto Nostra Aetate (nº 4), deplora los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y persona contra los judíos”, repito: “de cualquier persona”.
Espero que este encuentro ayude a consolidar y prolongar las buenas relaciones que vosotros tenéis ya con los miembros de la comunidad católica de este país. Sé que hay hombres y mujeres por toda Australia, tanto judíos como católicos, que están trabajando, como dije en la Sinagoga de Roma, “para que se superen los viejos prejuicios y se dé espacio al reconocimiento cada vez más pleno de ese vínculo, y de ese común patrimonio espiritual que existe entre los judíos y los cristianos”. Doy gracias a Dios por esto.
Interesa a los católicos, y esto sigue siendo una parte explícita y verdaderamente importante de mi misión, de repetir y subrayar que nuestra actitud hacia la religión judía debe ser de gran respeto, pues la fe católica está enraizada en las verdades eternas, contenidas en las Escrituras Hebreas, y en la Alianza irrevocable hecha con Abraham. Nosotros conservamos también con agradecimiento esas mismas verdades de nuestra herencia judía, y os visitamos a vosotros como hermanos y hermanas nuestras en el Señor.
Hacia el pueblo judío los católicos deben tener no solamente respeto, sino también un gran amor fraterno; porque esta es la enseñanza de ambas Escrituras, la hebrea y la cristiana: que los judíos son amados de Dios que los ha llamado con una vocación irrevocable. No se puede encontrar una justificación teológicamente válida para actos de discriminación o persecución contra los judíos. De hecho, tales actos han de ser considerados como pecados.
Siendo francos y sinceros tenemos que reconocer el hecho de que existen todavía diferencias obvias entre nosotros, diferencias en la fe y en la práctica religiosa. La diferencia fundamental está en nuestras respectivas visiones sobre la persona y la obra de Jesús de Nazaret. Nada nos impide, sin embargo, la cooperación verdadera y fraterna en muchas empresas nobles, tales como los estudios bíblicos y numerosas obras de justicia y caridad. Esas acciones comunes pueden acercarnos aún más íntimamente en la amistad y la verdad.
Mediante la Ley y los Profetas, nosotros, igual que vosotros, hemos aprendido a considerar como elevado valor la vida humana y los derechos fundamentales e inalienables del ser humano. Hoy, la vida humana, que deberá ser tratada como sagrada desde el momento de la concepción, esta amenazada de muy diferentes maneras. Las violaciones de los derechos humanos son generales. Esto provoca que lo más importante para toda la gente de buena voluntad sea colaborar para defender la vida, para defender la libertad de fe y práctica religiosa, y para defender todas las demás libertades humanas fundamentales.
Finalmente, estoy seguro de que nosotros estamos de acuerdo en que, en una sociedad secularizada, hay muchas cosas consideradas como valores que nosotros no podemos aceptar. En particular, el comunismo y el materialismo se presentan frecuentemente, especialmente a los jóvenes, como las respuestas a los problemas humanos. Expreso mi admiración por los muchos sacrificios que vosotros habéis hecho para conseguir escuelas religiosas para vuestros hijos, en orden a ayudarles a evaluar el mundo que les rodea desde la perspectiva de la fe en Dios. Como sabéis, los católicos de Australia hacen también lo mismo. En una sociedad secularizada, tales instituciones son casi siempre atacadas por una razón u otra. Puesto que los católicos y los judíos las valoran por las mismas razones, trabajemos juntos, siempre que sea posible, para proteger y promover la instrucción religiosa de nuestros niños. De esta manera podemos dar un testimonio común del Señor de todos.
Señor Presidente y Miembros del Consejo Ejecutivo de los judíos australianos, les doy las gracias una vez más por este encuentro, y doy alabanza y gracias al Señor con las palabras del Salmista: “Alabad al Señor todas las naciones, aclamadlo todos los pueblos. Firme es su lealtad con nosotros, y su fidelidad dura por siempre. ¡Alabad al Señor!”.