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Juan Pablo II - Discurso Conmemoración Holocausto - abril 1994

DISCURSO DE JUAN PABLO II EN CONMEMORACIÓN  

DEL HOLOCAUSTO DE MILLONES DE JUDÍOS

 

7 de abril 1994

 

Las melodías y los cantos que han resonado en esta aula eran expresión de una común meditación y de una oración compartida. Voces diversas se han unido en un concierto de sonidos y de armonías que nos han llegado a la intimidad y nos han emocionado. Hemos orado sabiendo que el Señor, si es invocado, responde para levantar el ánimo de quien está desesperado, romper las cadenas del oprimido, dispersar las sombras que se acumulan en los valles oscuros de la vida.

 

Entre quienes están con nosotros esta tarde hay quien ha vivido en la propia carne una horrible experiencia, ha atravesado un oscuro desierto en el que parecía estar agotada la fuente misma del amor.

 

Muchos han llorado entonces y su lloro resuena todavía. Lo escuchamos también aquí; no ha muerto con ellos, sino que se levanta fuerte, acongojado, triste, y dice: “No olvidéis”. Se dirige a todos y cada uno.

 

Nos hemos reunido, pues, en esta tarde, para conmemorar el holocausto de millones de judíos. Las velas, encendidas por algunos supervivientes, quieren demostrar simbólicamente que esta sala no tiene límites estrechos y que incluye a todas las víctimas: padres, madres, hijos, hermanos, amigos. En el recuerdo, todos están presentes, están con vosotros, están con nosotros.

 

Tenemos un compromiso, el único capaz, sin duda, de dar un sentido a toda lágrima derramada por el hombre por causa del hombre, y de justificarla.

 

Nosotros hemos visto con nuestros ojos, hemos sido y somos testigos de la violencia y del odio que, con excesiva frecuencia, se entienden en el mundo y lo envuelven en llamas.

 

Hemos visto y vemos la paz burlada, la fraternidad escarnecida, la concordia despreciada, la misericordia pisoteada.

 

Ahora bien, el hombre aspira a la justicia. El es el único ser de la creación capaz de concebirla. Salvar al hombre no significa solamente no matarlo, no mutilarlo, no torturarlo. Significa también dar al hambre y sed de justicia que hay en él la posibilidad de saciarlos.

 

Éste es nuestro compromiso. Correremos el riesgo de conseguir que mueran nuevamente las víctimas de las más atroces muertes, si no tenemos la pasión de la justicia y si no nos comprometemos, cada uno de acuerdo con las propias capacidades, a conseguir que el mal no prevalezca sobre el bien, como ha sucedido en relación con millones de hijos del pueblo judío.

 

Es necesario, pues, redoblar los esfuerzos para liberar al hombre de los espectros del racismo, de la exclusión, de la marginación, de la esclavitud, de la xenofobia; para extirpar también las raíces de estos males que se ciernen sobre la sociedad y minan los fundamentos de la pacífica convivencia. El mal se presenta siempre bajo nuevas formas; sus rostros son muchos y muchas son también sus lisonjas. Corresponde a nosotros desenmascarar su peligroso poder y, con la ayuda de Dios, neutralizarlo.

 

Me hubiera gustado mencionar, uno por uno, en la medida de lo posible, a todos los que han promovido y alentado esta iniciativa; a los que la han apoyado y están aquí con nosotros en este momento; a los numerosos representantes de las comunidades y de las organizaciones judías de todo el mundo; a los supervivientes de la Shoah, personajes y representantes eminentes de la esfera civil y religiosa; a todos los que han aceptado la invitación para asistir a este concierto, y a quienes lo han ejecutado bajo la experta dirección del Maestro Gilbert Levine.

 

Les doy las gracias de todo corazón porque han contribuido a conferir significado e importancia a este acontecimiento conmemorativo.

 

Su presencia refuerza nuestro compromiso común.

 

Las melodías evocadoras que hemos escuchado reflejan la angustiada súplica al Señor, la esperanza en Aquél que escucha a quienes lo buscan. En nuestros corazones permanecen esta profunda impresión que evoca nuevamente recuerdos y nos exhorta a orar.

 

Antes de concluir este encuentro, deseo invitaros a guardar un momento de silencio, para alabar al Señor con las palabras que sugiera a nuestros corazones y escuchar, una vez más, la súplica: “No os olvidéis”.

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