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MarJul23

Juan Pablo II - Orientaciones a Delegados Conferencias Episcopales 11 abril 1982

ORIENTACIONES DEL SANTO PADRE A LOS DELEGADOS  

DE LAS CONFERENCIAS EPISCOPALES Y EXPERTOS

Roma, 11 de abril 1982

 

Queridos hermanos en el Episcopado y en el sacerdocio, hermanas, señoras y señores:

 

Venidos de diferentes partes del mundo, os habéis reunido en Roma para examinar la importante cuestión de las relaciones entre la Iglesia Católica y el Judaísmo. Y dicha importancia es además subrayada por la presencia entre vosotros de representantes de las Iglesias Ortodoxas, de la Comunión Anglicana, de la Federación Luterana Mundial y del Consejo Ecuménico de las Iglesias, a quienes me complazco en saludar especialmente, agradeciéndoles su colaboración.

 

También a vosotros, obispos, sacerdotes, religiosas, laicos cristianos, quiero expresar igualmente mi gratitud. Vuestra presencia aquí, así como vuestro empeño en las actividades pastorales, o en el campo de la investigación bíblica y teológica, muestra a las claras hasta qué punto las relaciones entre la Iglesia Católica y el Judaísmo tocan aspectos diversos de la vida y tarea de la Iglesia.

 

Caminar en la línea del Concilio Vaticano II

 

Y es fácil comprenderlo. En efecto, el Concilio Vaticano II ha dicho, en su Declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas (Nostra aetate, 4): Al investigar el misterio de la Iglesia, este sagrado Concilio recuerda el vínculo que une espiritualmente al pueblo del Nuevo Testamento con la estirpe de Abraham. Yo mismo he tenido ocasión de decirlo más de una vez: Nuestras dos comunidades religiosas “están vinculadas al nivel mismo de su propia identidad” (cf. Discurso a los representantes de Organizaciones y comunidades judías, 12 de marzo de 1979). Efectivamente, como dice el mismo texto de la Declaración Nostra Aetate (n.4): La Iglesia de Cristo reconoce que las primicias de su fe y de su elección se encuentran ya en los Patriarcas, Moisés y en los Profetas, conforme al misterio salvífico de Dios... Por lo cual la Iglesia no puede olvidar que ha recibido la revelación del Antiguo Testamento por medio de aquel pueblo... Ella tiene siempre ante sus ojos las palabras del Apóstol Pablo sobre sus hermanos de sangre, “a quienes pertenecen la adopción y la gloria; las alianzas, la Ley, el culto y las promesas, y también los Patriarcas, y de quienes procede Cristo según la carne” (Rm 9,4-5), Hijo de la Virgen María.

 

Esto equivale a decir que los vínculos entre la Iglesia y el pueblo judío se fundan sobre el designio del Dios de la Alianza y, en cuanto tales, necesariamente han dejado huellas en algunos aspectos de las instituciones de la Iglesia, especialmente en su liturgia.

 

Sin duda, después de la aparición, hace dos mil años, de un nuevo retoño en el tronco común, las relaciones entre nuestras dos comunidades han estado marcadas por las incomprensiones y resentimientos que sabemos. Y si ha habido, desde el día de la separación, malentendidos, errores e incluso ofensas, se trata de superar todo esto en la comprensión, la paz y la mutua estima. Las terribles persecuciones padecidas por los judíos en diversos períodos de la historia han abierto por fin muchos ojos y sacudido muchos corazones. Los cristianos están en el buen camino, el de la justicia y la fraternidad, al procurar con respeto y perseverancia encontrarse de nuevo con sus hermanos semitas en torno a la común herencia, tan preciosa para todos. ¿Es necesario precisar, especialmente para aquellos que siguen siendo escépticos, cuando no hostiles, que este acercamiento no se confunde de ningún modo con un cierto relativismo religioso y, menos todavía con una pérdida de la propia identidad? Los cristianos, por su parte, profesan su fe, sin ningún equívoco, en el carácter universalmente salvífico de la muerte y resurrección de Jesucristo.

 

Una catequesis objetiva sobre los Judíos y el Judaísmo

 

Sí, la claridad y la fidelidad a nuestra identidad cristiana constituyen una base esencial si nos disponemos a entablar relaciones auténticas, fecundas y durables con el pueblo judío. En este sentido, me alegro de saber que multiplicáis los esfuerzos, en el estudio y la oración común, a fin de percibir y formular mejor los problemas bíblicos y teológicos, a veces difíciles, suscitados por el progreso del diálogo entre judíos y cristianos. En este terreno, la imprecisión y la mediocridad causarían enorme daño al diálogo. Que Dios conceda a cristianos y judíos encontrarse todavía más, comunicarse en profundidad y a partir de la propia identidad, sin jamás oscurecerla de un lado ni del otro, sino buscando muy de veras la voluntad de Dios que se ha revelado.

 

Las relaciones así concebidas son las que pueden y deben contribuir a enriquecer el conocimiento de nuestras propias raíces y a mejor ilustrar ciertos aspectos de la misma identidad de la cual hablamos. Nuestro patrimonio espiritual común es considerable. Hacer el inventario de este patrimonio en sí mismo, pero también teniendo en cuenta la fe y la vida religiosa del pueblo judío tal como éste la profesa y practica hoy, puede ayudar a entender mejor determinados aspectos de la vida de la Iglesia. Es el caso de la liturgia, cuyas raíces judías deben todavía ser profundizadas y sobre todo mejor conocidas y apreciadas por nuestros fieles. Lo mismo vale del ámbito de la historia de nuestras instituciones las cuales, desde los comienzos de la Iglesia, han sido inspirados por algunos aspectos de la organización comunitaria propia a la sinagoga. Finalmente, nuestro patrimonio común es sobre todo importante en el plano de nuestra fe en un Dios único, bueno y misericordioso, que ama a los hombres y se hace amar por ellos (cf. Sab 11,24-26), Señor de la historia y del destino de los hombres, que es nuestro Padre y que ha elegido a Israel el buen olivo en que se han injertado las ramas del olivo silvestre que son los gentiles (Nostra Aetate, 4; cf. también Rm 11, 17-24).

 

Esto es la razón por la cual habéis estado preocupados, durante vuestra reunión por la enseñanza Católica y la catequesis en su relación a los judíos y al Judaísmo. En este punto, como también en otros, habéis estado guiados y animados por las Orientaciones y Sugerencias para la aplicación de la Declaración Conciliar Nostra Aetate (n.4), publicadas por la Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo (cf. cap. III). Se debería llegar a que esta enseñanza, en los diversos niveles de formación religiosa, y en la catequesis impartida a niños y adolescentes, presentara a los judíos y al Judaísmo, no sólo de manera honrada y objetiva, sin ningún prejuicio y sin ofender a nadie, sino mejor todavía con una conciencia viva de la herencia que hemos descrito a grandes rasgos.

 

Es, finalmente, ésta la base sobre la que se podrá establecer, como felizmente se hace ya visible, una estrecha colaboración a la cual nos empuja nuestra común herencia, a saber, el servicio del hombre y de sus inmensas necesidades espirituales y materiales. Por caminos diversos, pero en fin de cuentas convergentes, podremos llegar, con la ayuda del Señor que no ha dejado nunca de amar a su pueblo (cf. Rm 11,1), a esa verdadera fraternidad en la reconciliación y el respeto, y a la plena realización del designio de Dios en la historia.

 

Quisiera gozosamente animaros, queridos hermanos y hermanas en Cristo, a continuar por el camino emprendido, haciendo gala de discernimiento y de confianza, y al mismo tiempo, de una gran fidelidad al Magisterio. De este modo realizaréis un auténtico servicio de Iglesia, que brota de su misteriosa vocación y debe contribuir al bien de la Iglesia misma, del pueblo judío y de la humanidad entera.