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Juan Pablo II - Sinagoga de Roma 13 abril 1986

DISCURSO DEL SANTO PADRE EN LA  

SINAGOGA DE ROMA

13 de abril 1986

 

Señor Rabino Jefe de la Comunidad israelita de Roma, Señora Presidenta de la Unión de las Comunidades israelitas italianas, Señor Presidente de las Comunidades de Roma, Señores Rabinos, queridos amigos y hermanos judíos y cristianos que participáis en esta histórica celebración:

 

ACCIÓN DE GRACIAS POR UN ACONTECIMIENTO QUE ES A LA VEZ REALIDAD Y SÍMBOLO

 

1. Ante todo, quisiera junto con vosotros, dar gracias y alabar al Señor que “desplegó el cielo y cimentó la tierra” (cf Is 51,16) y que ha escogido a Abraham para hacerlo padre de una multitud de hijos, numerosa “como las estrellas del cielo” y “como la arena de la playa” (Gén 22, 17; cf. 15,5), porque ha querido, en el misterio de su Providencia, que esta tarde se encontraran en este vuestro “Templo mayor” la comunidad judía que vive en esta ciudad, desde el tiempo de los antiguos romanos, y el Obispo de Roma y Pastor universal de la Iglesia Católica.

 

Siento además el deber de manifestar mi gratitud al Rabino Jefe, profesor Elio Toaff, que ha acogido con alegría, desde el primer momento, el proyecto de esta visita y que ahora me recibe con gran apertura de corazón y con un vivo sentido de hospitalidad; y doy las gracias también a todos aquellos que en la comunicad judía romana han hecho posible este encuentro y se han comprometido de tantas maneras a fin de que fuese al mismo tiempo una realidad y un símbolo. Gracias por tanto a todos vosotros. Todâ rabbâ (=muchas gracias).

 

 

LA HERENCIA DE JUAN XXIII

 

2. A la luz de la Palabra de Dios proclamada hace poco y que “vive por siempre” (cf Is 30,8), quisiera que reflexionáramos juntos, en la presencia del Santo, ¡bendito sea El! (como se dice en vuestra liturgia), sobre el hecho y el significado de este encuentro entre el Obispo de Roma, el Papa, y la comunidad judía que habita y trabaja en esta ciudad, tan querida para vosotros y para mí.

 

Desde hace mucho tiempo pensaba en esta visita. En realidad el Rabino Jefe tuvo la gentileza de ir a saludarme, en febrero de 1981, cuando hice la visita pastoral a la vecina parroquia de San Carlo ai Catinari. Además, algunos de vosotros han ido más de una vez al Vaticano, bien con ocasión de las numerosas audiencias que he podido conceder a representantes del Judaísmo italiano y mundial, bien incluso anteriormente, en tiempos de mis predecesores, Pablo VI, Juan XXIII y Pío XII. Sé muy bien además que el Rabino Jefe, en la noche que precedió a la muerte del Papa Juan, no dudó en ir a la plaza de San Pedro, acompañado de un grupo de fieles judíos, con el fin de rezar y velar, mezclado entre la multitud de católicos y de otros cristianos, como para dar testimonio, de un modo silencioso pero tan eficaz, de la grandeza de ánimo de aquel gran Pontífice, abierto a todos sin distinción, y en particular a los hermanos judíos.

 

La herencia que quisiera ahora recoger es precisamente la del Papa Juan, quien, en una ocasión pasando por aquí -como acaba de recordar el Rabino Jefe-, hizo detener el coche para bendecir a la multitud de judíos que salía de este mismo templo. Y quisiera recoger su herencia en este momento, en el que me encuentro no ya en el exterior, sino, gracias a vuestra generosa hospitalidad, en el interior de la Sinagoga de Roma.

 

EL “HOLOCAUSTO” DE MILLONES DE VÍCTIMAS INOCENTES

 

3. Este encuentro concluye en cierto modo, después del pontificado de Juan XXIII y el Concilio Vaticano II, un largo período sobre el cual es preciso no cansarse de reflexionar para sacar de él las enseñanzas oportunas. Ciertamente no se puede ni se debe olvidar que las circunstancias históricas del pasado fueron muy distintas de las que han ido madurando fatigosamente en los siglos; se ha llegado con grandes dificultades a la aceptación común de una legítima pluralidad en el plano social, civil y religioso. La consideración de los seculares condicionamientos culturales no puede, sin embargo, impedir el reconocimiento de los actos de discriminación, de las limitaciones injustificadas de la libertad religiosa, de la opresión también en el plano de la libertad civil, que, respecto a los judíos, han sido objetivamente manifestaciones gravemente deplorables. Sí, una vez más, a través de mí, la Iglesia con las palabras del bien conocido Decreto “Nostra Aetate (n. 4), “deplora los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y persona contra los judíos”; repito: “de cualquier persona”.

 

Una palabra de execración quisiera una vez más expresar por el genocidio decretado durante la última guerra contra el pueblo judío y que ha llevado al holocausto de millones de víctimas inocentes. Al visitar el 7 de junio de 1979 el “lager” de Auschwitz y al recogerme en oración por tantas víctimas de diversas naciones, me detuve en particular ante la lápida con la inscripción en lengua hebrea, manifestando así los sentimientos de mi ánimo: “Esta inscripción suscita el recuerdo del pueblo, cuyos hijos e hijas estaban destinados al exterminio total. Este pueblo tiene su origen en Abraham, que es el padre de nuestra fe, como dijo Pablo de Tarso. Precisamente este pueblo que ha recibido de Dios el mandamiento de “no matar”, ha probado en sí mismo, en medida particular, lo que significa matar. A nadie le es lícito pasar delante de esta lápida con indiferencia” (L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 17 de junio de 1979, página 13).

 

También la comunidad judía de Roma pagó un alto precio de sangre. Y fue ciertamente un gesto significativo el que, en los años oscuros de la persecución racial, las puertas de nuestros conventos, de nuestras iglesias, del seminario romano, de edificios de la Santa Sede y de la misma Ciudad del Vaticano se abrieran para ofrecer refugio y salvación a tantos judíos de Roma, rastreados por los perseguidores.

 

 

LA DECLARACIÓN CONCILIAR “NOSTRA AETATE”

 

4. La visita de hoy quiere aportar una decidida contribución a la consolidación de las buenas relaciones entre nuestras comunidades, siguiendo las huellas de los ejemplos ofrecidos por tantos hombres y mujeres de una y otra parte que se han comprometido y se comprometen todavía para que se superen los viejos prejuicios y se dé espacio al reconocimiento cada vez más pleno de ese “vínculo” y de ese “común patrimonio espiritual” que existen entre judíos y cristianos.

 

Es éste el deseo que ya expresaba el párrafo n. 4, que ahora he recordado de la Declaración conciliar “Nostra Aetate” acerca de las relaciones de la Iglesia Católica con el Judaísmo y con cada uno de los judíos se ha dado con este breve pero lapidario texto.

 

Somos todos conscientes de que entre las muchas riquezas de este número 4 de “Nostra Aetate”, tres puntos son especialmente relevantes. Quisiera subrayarlos aquí, ante vosotros, en esta circunstancia verdaderamente única.

 

El primero es que la Iglesia de Cristo descubre su “relación” con el Judaísmo “escrutando su propio misterio” (cf. Nostra Aetate, ib). La religión judía no nos es “extrínseca”, sino que en cierto modo, es “intrínseca” a nuestra religión. Por tanto tenemos con ella relaciones que no tenemos con ninguna otra religión. Sois nuestros hermanos predilectos y en cierto modo se podría decir nuestros hermanos mayores.

 

El segundo punto que pone de relieve el Concilio es que a los judíos como pueblo, no se les puede imputar culpa alguna atávica o colectiva, por lo que “se hizo en la pasión de Jesús” (cf. Nostra Aetate, ib). Ni indistintamente a los judíos de aquel tiempo, ni a los que han venido después, ni a los de ahora. Por tanto, resulta inconsistente toda pretendida justificación teológica de medidas discriminatorias o, peor todavía, persecutorias. El Señor juzgará a cada uno “según las propias obras”, a los judíos y a los cristianos (cf. Rom 2,6).

 

El tercer punto de la Declaración conciliar que quisiera subrayar es la consecuencia del segundo; no es lícito decir, no obstante la conciencia que la Iglesia tiene de la propia identidad, que los judíos son “réprobos o malditos”, como si ello fuera enseñado o pudiera deducirse de las Sagradas Escrituras (cf. Nostra Aetate, ib) del Antiguo Testamento o del Nuevo Testamento. Más aún, había dicho antes el Concilio, en este mismo texto de “Nostra Aetate”, pero también en la Constitución dogmática “Lumen gentium” (n. 6) citando la Carta de San Pablo a los Romanos (11, 28 s.), que los judíos “permanecen muy queridos por Dios”, que los ha llamado con una “vocación irrevocable”.

 

 

JESÚS DE NAZARET Y SUS DISCÍPULOS

 

5. Sobre estas convicciones se apoyan nuestras relaciones actuales. Con ocasión de esta visita a vuestra Sinagoga, deseo reafirmarlas y proclamarlas en su valor perenne. Este es en efecto el significado que se debe atribuir a mi visita a vosotros, judíos de Roma.

 

No es cierto que yo haya venido a visitaros porque las diferencias entre nosotros se hayan superado ya. Sabemos bien que no es así.

Sobre todo cada una de nuestras religiones, con plena conciencia de los muchos vínculos que la unen a la otra, y en primer lugar de ese “vínculo” del que habla el Concilio, quiere ser reconocida y respetada en su propia identidad, fuera de todo sincretismo y de toda equívoca apropiación.

 

Además, se debe decir que el camino emprendido se halla todavía en sus comienzos, y que por tanto se necesitará todavía bastante tiempo, a pesar de los grandes esfuerzos ya hechos por una parte y por otra, para suprimir toda forma, aunque sea subrepticia, de prejuicios, para adecuar toda manera de expresarse y por tanto para presentar siempre y en cualquier parte, a nosotros mismos y a los demás, el verdadero rostro de los judíos y del Judaísmo como también de los cristianos y del cristianismo, y esto a cualquier nivel de mentalidad, de enseñanza y de comunicación.

 

A este respecto, quiero recordar a mis hermanos y hermanas de la Iglesia Católica, también en Roma, el hecho de que los instrumentos de aplicación del Concilio en este campo preciso están ya a disposición de todos, en dos documentos publicados respectivamente en 1974 y en 1985 por la Comisión de la Santa Sede para las Relaciones religiosas con el Judaísmo. Se trata solamente de estudiarlos con atención, de penetrar en sus enseñanzas y de ponerlos en práctica.

 

Seguramente quedan todavía entre nosotros dificultades de orden práctico, que esperan ser superadas en el plano de las relaciones fraternas: son fruto, tanto de siglos de mutua incomprensión, como de posiciones diversas y de actitudes no fácilmente superables en materias complejas e importantes.

 

A nadie se le oculta que la divergencia fundamental desde los orígenes es la adhesión de nosotros los cristianos a la persona y a la enseñanza de Jesús de Nazaret, hijo de vuestro pueblo, del cual nacieron también la Virgen María, los Apóstoles, “fundamento y columnas de la Iglesia”, y la mayoría de los miembros de la primera comunidad cristiana. Pero esta adhesión se sitúa en el orden de la fe, es decir, en el asentimiento libre de la inteligencia y del corazón guiados por el Espíritu y no puede ser jamás objeto de una presión externa, en un sentido o en el otro; es éste el motivo por el que nosotros estamos dispuestos a profundizar el diálogo con lealtad y amistad, en el respeto de las íntimas convicciones de los unos y de los otros, tomando como base fundamental los elementos de la Revelación que tenemos en común, como “gran patrimonio espiritual” (cf. Nostra Aetate, 4).

 

 

 

DIÁLOGO LEAL, AMISTAD AUTÉNTICA Y COLABORACIÓN FRATERNA EN ROMA

 

6. Es preciso decir, además, que las vías abiertas a nuestra colaboración a la luz de la herencia común que procede de la Ley y de los Profetas, son varias e importantes. Queremos recordar sobre todo una colaboración en favor del hombre, de su vida desde la concepción hasta la muerte natural, de su dignidad, de su libertad, de sus derechos, de su desarrollo en su sociedad no hostil, sino amiga y favorable, donde reine la justicia y donde en esta nación, en los continentes y en el mundo, sea la paz la que impere, el shalom auspiciado por los Legisladores, por los Profetas y por los Sabios de Israel.

 

Existe, más en general, el problema moral, el gran campo de la ética individual y social. Somos todos conscientes de lo aguda que es la crisis sobre este punto en nuestro tiempo. En una sociedad frecuentemente extraviada en el agnosticismo y en el individualismo, y que sufre las amargas consecuencias del egoísmo y de la violencia, judíos y cristianos son depositarios y testigos de una ética marcada por los diez mandamientos, en cuya observancia el hombre encuentra su verdad y su libertad. Promover una reflexión y colaboración común sobre este punto es uno de los grandes deberes de la hora presente.

 

Y finalmente quisiera dirigir mi pensamiento a esta ciudad donde convive la comunidad de los católicos con su Obispo, la comunidad de los judíos con sus autoridades y con su Rabino Jefe.

 

Que no sea la nuestra una “convivencia” sólo de medida estrecha, casi una yuxtaposición, intercalada con encuentros limitados y ocasionales, sino que esté animada por el amor fraterno.

 

 

EL AMOR EXIGIDO POR LA TORA

 

7. Los problemas de Roma son muchos. Vosotros lo sabéis bien. Cada uno de nosotros, a la luz de esa bendita herencia a la que anteriormente me refería, sabe que está llamado a colaborar, al menos en alguna medida, a sus soluciones. Tratemos en cuanto sea posible de hacerlo juntos, que de esta visita mía y de esta concordia y serenidad conseguidas surja, como el río que Ezequiel vio surgir de la puerta oriental del Templo de Jerusalén (cf. Ez 47, 1ss.), un torrente fresco y benéfico que ayude a sanar las plagas que Roma sufre.

 

Al hacer esto, me permito decir, seremos fieles a nuestros respectivos compromisos más sagrados, pero también a aquel que más profundamente nos une y nos reúne: la fe en un solo Dios que “ama a los extranjeros” y “hace justicia al huérfano y a la viuda” (cf. Dt 10,18), comprometiéndonos también nosotros a amarlos y socorrerlos (cf. ib., y Lev 19, 18,34). Los cristianos han aprendido esta voluntad del Señor de la Torá, que vosotros aquí veneráis, y de Jesús, que ha llevado hasta extremas consecuencias el amor pedido en la Torá.

 

 

LA MISERICORDIA DE DIOS

 

8. Sólo me queda ahora dirigir, como al principio de esta alocución, los ojos y la mente al Señor, para darle gracias y alabarlo por este encuentro feliz y por los bienes que del mismo ya emanan, por la fraternidad reencontrada y por el nuevo y más profundo entendimiento entre nosotros aquí en Roma, y entre la Iglesia y el Judaísmo en todas partes, en cada país, para beneficio de todos.

 

Por eso quisiera decir con el Salmista, en su lengua original que es también la que vosotros habéis heredado:

 

Hodû la Adonai ki tob / ki le olam hasdo / yomar-na Yisrael / ki le olam hasdo / yomerû-na yi’è Adonai / ki le olam hasdô (Sal 118, 1-2,4).

 

Dad gracias al Señor porque es bueno / porque es eterna su misericordia. / Diga la casa de Israel: eterna es su misericordia. / Digan los fieles del Señor: / eterna es su misericordia.

 

Amen.

 

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