Este camino de amistad representa uno de los frutos del Concilio Vaticano II, en particular de la Declaración Nostra aetate, que tanta importancia ha tenido y cuyo 50º aniversario recordaremos el próximo año. En realidad, estoy convencido de que cuanto ha sucedido en los últimos decenios en las relaciones entre judíos y católicos ha sido un auténtico don de Dios, una de las maravillas que Él ha realizado, y por las cuales estamos llamados a bendecir su nombre: “Den gracias al Señor de los Señores, /porque es eterna su misericordia. / Sólo él hizo grandes maravillas, / porque es eterna su misericordia” (Sal 136,3-4).

No se trata solamente de establecer, en un plano humano, relaciones de respeto recíproco: estamos llamados, como cristianos y como judíos, a profundizar en el significado espiritual del vínculo que nos une. Se trata de un vínculo que viene de lo alto, que sobrepasa nuestra voluntad y que mantiene su integridad, a pesar de las dificultades en las relaciones experimentadas en la historia.
Por parte católica, ciertamente tenemos la intención de valorar plenamente el sentido de las raíces judías de nuestra fe. Confío, con su ayuda, que también por parte judía se mantenga y, si es posible, aumente el interés por el conocimiento del cristianismo, también en esta bendita tierra en la que reconoce sus orígenes y especialmente entre las jóvenes generaciones.
El conocimiento recíproco de nuestro patrimonio espiritual, la valoración de lo que tenemos en común y el respeto en lo que nos separa, podrán marcar la pauta para el futuro desarrollo de nuestras relaciones, que ponemos en las manos de Dios. Juntos podremos dar un gran impulso a la causa de la paz; juntos podremos dar testimonio, en un mundo en rápida transformación, del significado perenne del plan divino de la creación; juntos podremos afrontar con firmeza toda forma de antisemitismo y cualquier otra forma de discriminación. El Señor nos ayude a avanzar con confianza y fortaleza de ánimo en sus caminos. ¡Shalom!